Diario JAÉN y el Palacio de Corbull

Las aguas nostálgicas pasadas por el molino del tiempo inexorable vuelven, porque suplicante las he llamado a mi presencia. Esta realidad arquitectónica, basada en la cal, arena, tapial, piedra y yeso fue el Palacio de los Condes de Corbull. Tenía una pluma de agua propia, seguramente del raudal de La Magdalena, para realizar el servicio doméstico, también una pequeña piscina que hacía las delicias en los meses achicharradores del verano jaenero. Una altísima palmera, anidadora de revoltosos gorriones, daba la bienvenida a quien entraba por aquella irrompible puerta de madera, jalonada por un artístico llamador broncíneo, que alguien lo mangó, aunque todavía no se ha encontrado.
La flora estaba servida
Las estaciones del año se vestían de fragantes perfumes. Naranjos, nísperos, jazmines, gitanillas, rosales, claveles, dompedros y galanes delimitaban galanamente aquella planta baja del periódico. Tenía una capilla en donde se oficiaba el sacrificio de la misa. Sus escaleras flotantes y articuladas por soportes de bronce, daban empaque y categoría a esta casa solariega, ahora acompañada por los periodistas más tipógrafos. Techos artesonados, rejas de hierro forjado en la fragua y yunque artesanales, más qué sé yo otras artesanías propias del linaje de alto poder adquisitivo. Viene a colación. Un indirecto heredero de esta mansión palaciega fue Alonso, célebre jugador del Real Madrid de don Santiago Bernabeu.
Podía escribir más sobre este palacio que estuvo arruinado y habitado solo por ratas, telerañas, más otro bichejos asquerosos y desdeñables desde que Diario JAÉN se bajó a las modernas instalaciones instaladas en el Polígono de los Olivares, emporio empresarial basado en grandes naves de almacenaje, talleres mecánicos y un corto etcétera, pues las fábricas se pueden contar con los dedos de una mano. Este polígono por aquellos incipientes años setenta empezaba a vislumbrar un futuro prometedor en aquel Jaén, capital del mundo del aceite olivarense, con su picorcillo picual, aunque no solo de aceite debe vivir la sociedad jiennense, formada por una gran masa de parados, delegaciones del Gobierno central y autonómico, oficinas, tiendas, y bien poquito más. Este edificio del nuevo “Jaén” ocupa la parcela 1, ubicada al principio de la calle Torredonjimeno.
Fausto, la humanidad de un hombre
Me impresionó, sobremanera y elocuentemente, aquel director, alto y de fuerte complexión, con la nariz aguileña deformada. Su humanidad sin pliegues desbordaba a la más humilde sencillez. Se llamaba Fausto Fernández de Moya, maestro nacido en Linares. A su cargo tuvo una eficiente plantilla de redactores compuesta por José Chamorro Lozano; Tomás Moreno Bravo, admirado maestro en mis primeros balbuceos periodísticos, cariñoso como un niño, más de cien premios literarios avalaban su espléndida trayectoria —consiguió, por ejemplo, el Premio Nacional Juan Valera— y en sus holgados bolsillos de su chaqueta no faltaban “arbellanas” o caramelos de La Pilarica; de Valeriano Contreras, deportes y toros; Luis Merlo de la Fuente; Manuel Lucini Morales; Pedro Morales; Higinio, entre el archivo y los teletipos; José Ortega, el fotógrafo; Vica; Vicente Oya y José Gutiérrez Caro, entre otros, remaron en este ilusionante barco de papel, cuyo exclusivo fin era dar la noticia de cada día a las pocas horas de producirse. La cultura, deportes varios, sobre todo el fútbol del Real Jaén; toros, con aquellas sabrosas y andalucísimas páginas escritas por el malagueño Rafael Alcalá de las Peñas, conseguidor, dada su larga campaña periodística, de una nueva plaza taurina para Jaén (la actual). Directores como Miguel Ángel Castiella. Este periodista tuvo un juicio perdido al escribir “señor” a todo un presidente del Real Madrid como fue Santiago Bernabeu, o Villalgordo, dejaron huella literaria y periodística. Esto ocurrió también como los eficientes corresponsales Francisco Montoro Palomares (corresponsal de Baeza); Adolfo Corbella, (corresponsalía de Linares); Calzado, desde Andújar, así como otros colaboradores literarios importantes tales fueron Esteban Covarrubias (Radio Linares), o el polémico abogado César Martínez, que tuvo sus dimes y diretes con el obispo Félix Romero Menjíbar por escribir que los damnificados de la gran riada producida en Andújar podían instalarse en el Obispado. La cosa tuvo meneo en los ministerios, tanto, que el director Miguel Ángel Castiella temía lo peor, dado el cariz que tomó el asunto. Ismael Medina, en periodismo, y Francisco Arias Abad o Fernández Braso, autor de la biografía de Alfonso Guerra, dejaron una huella de sus amplios saberes.
De la regleta al “fotosop”
El tiempo lo cambia todo. Hasta a aquellos aprendices mozalbetes, que hoy peinan canas. Regletas, rayas, letras para los titulares, cogidas una a una del chibalete. Ruidosos teletipos, un día sí, y al día siguiente, averiados. Plomo fundido de la linotipia. Tipómetro Didot para medir los espacios o la anchura de los títulos o anuncios, los sostenedores Máquina Hispano Olivetti, Underwood, cuartillas de posteta, esto es, papel cortado de los restos de bobinas. Bobinas que pesaban cuatrocientos kilos. Cuando el papel era blanco-satinado, lo importaban de Finlandia. El otro papel fabricado en Pasajes (Guipúzcua), no tenía tanta calidad.
Con aquel viejo material, con aquella chirriante y asmática rotoplana, hecha en 1890, tenía piezas atadas con alambres o una cuchilla de afeitar que cortaba el papel de la bobina, se hacía, a trancas más barrancas, nuestro diario, motejado por algún gracioso como “Trepabuques”, debido a que un barco hundido por “los aliados” era repetido, varias veces, por causas ajenas a la dirección. Sin embargo, profesionales como Covaleda, Escabias, Moyano, Carmona, Ortegilla, Nicolás..., sudaban la gota gorda, hacían de lo imposible lo posible. Letras de madera o de antimonio, componedor, pinzas y tipómetros eran los utensilios necesarios para darle forma a las páginas tipográficas del periódico. Capón, Cano, Delgado, Calero, Ocaña, Peña, Jiménez y Cruz, entre otros, pues sería interminable la enumeración, hicieron del oficio una r, con la ayuda inestimable de aquellas enormes máquinas de escribir llamadas linotipias, hicieron posible ofrecer a los numerosos lectores un número de páginas bien reducido —la tirada de 36 páginas era una heroicidad inusual—. Un grupo importantes de tipógrafos, unos falangistas, otros republicanos, aunque todos eran amigos y compañeros, que iban al periódico no a discutir sobre las ideas políticas, sino a trabajar en el más amplio sentido del verbo. Falangistas, republicanos y/o apolíticos, unos ateos, otros cristianos, aunque la hermandad era evidente en el laborar diario. Por supuesto. Era normal verlos en La Manchega o en el bar Gorrión dándole al labio con el mollate (vino), pues una cosa es hablar de la política y otra, muy distinta, tomarse unos chatos con sus correspondientes aceitunas aliñás.
Libros, folletos, cartelería, revistas y boletines
La imprenta polivalente del periódico, con la ayuda del fotograbado, entonces pionero en Jaén a cargo del madrileño Gaspar Collado Sánchez, sus hijos José Luis y Manuel, y Ramón Estévez, ofrecía un vasto producto bien acabado, no solo a Jaén capital sino a toda la provincia con las imprentas a la cabeza. Folletos, cartelería, libros y todo lo relacionado con la cultura y el comercio eran valorados por su presentación y contenido tipográfico. Imposible olvidar a Liébanas, Gárate.
Juan Lombardo de la Torre, al que le debemos más de doscientos trabajadores un puesto de trabajo realizado, prácticamente, en toda la geografía nacional. Gonzalo Calahorro, Francisco Collado, Rafael Conejo, Andrés Bueno y Manuel González, junto a su madre Alejandra, a la sazón guardadora del edificio, entre otros recordados compañeros, le dieron pálpito más hálito a Diario JAÉN de los años cincuenta, un periódico que ha sido notario e historiador de Jaén, más sus cien pueblos aceituneros.
¡Mi casa!
El palacio de los Condes de Corbull, hoy magnífica residencia de ancianos, sigue siendo mi casa. En ella entré con los dientes cuasi de leche. Aquellos catorce años recién cumplidos con mi holgada paga de doce o veintiuna pesetas a la semana. Por eso, ahora, con los ochenta años rondando en mi interior, he dejado, a conciencia, que mi lagrimal derrame lágrimas saladas como las tueras. Aquella casa, ¡mi casa!, emulando al extraterrestre E. T., la he vestido de blanca mantilla para pasearme con ella, bien cogido por la cintura, locamente enamorado, por esta Plaza de Santa María, por este contorno catedralicio primor de los primores.