Del continuo Renacimiento
Cantabria me llevó a reflexionar sobre el trabajo de la mujer campesina. La niebla con toda la belleza de su opacidad no ocultaba las misteriosas figuras de las mujeres con su cuevano. Tipología de un pasar que aún conservaba el peso de un tiempo ancestral con periodos de verdadero horror hoy, intuido, mirando los telediarios en cualquiera de nuestras cadenas televisivas.
Durante el primer lustro de los años setenta del pasado siglo, asistí a los cursos de arte celebrados en la Universidad de verano de Santander, esponsorizados por el Tercer Programa de Radio Nacional de España y dirigidos por el Profesor Camón Aznar. A la sazón, territorio distante de mí, uncido a una niebla unamuniana que acercaba la pintura norteña y, de modo especial, a la obra de Pancho Cossío, del que conservo en la retina el soberbio retrato de su madre, envuelta en un estar brumoso sin otras alaracas que las de la propia pintura. Acostumbrado a contemplar el trabajo de la mujer andaluza, de las aceituneras concretamente, y el de las castellanas del primer lustro de los sesenta, aquel era un trabajo especialmente intenso, atendido por mujeres, cuyas formas malamente dejaban intuir las figuras sobre un paisaje un tanto espeso que, al acercarse el centro de la mañana, cambiaba de registro luminoso. Imágenes dispuestas a precisar el clima y el tempo de la tierra, afín a quienes la habitan en una armonía, no siempre conducida por la ética de un cabal comportamiento, tantas veces buscado y reflejado por escritores y pintores en sus obras en las que cuentan asomadas a Platón, Aristóteles, Cicerón. Aspasia de Mileto..., pero también a Santo Tomás, a fray Luis de León, a Santa Teresa, a San Juan de la Cruz... nombres que pueden dar cuenta de la cultura de Occidente.
Sin embargo, atentos al sigiloso andar de las formas, alguien se dio cuenta que estas, dejadas a manera de mancha, comenzaban a ocupar el lugar de la línea que tanta importancia tuvo durante aquel periodo que abría las puertas del humanismo renacentista para, algunos siglos después, cerrarla a fuerza de insoportables manotazos guerreros. Sí, la Europa que durante más de un largo siglo había padecido los horribles enfrentamientos producidos por la quemante necedad de dos potencias tan significativas como Francia e Inglaterra, casi de pronto, había forjado un nuevo frente bélico al socaire de un enfrentamiento entre religiones. Un guerrear que incendiaba el centro y el Norte de Europa, tal y como podemos atisbar contemplando “Las tentaciones de San Antonio”. Obra conservada en el museo de Lisboa, cuya poética da cuenta de aquella dominante bélica. Huella, en fin, que testifica el terror existente en gran parte del extenso mapa de una Europa crecida bajo un espíritu que deseaba impulsar el prodigio de las grandes catedrales medievales. Tiempo, en fin, puesto en cuestión por aquel nuevo humanismo que cuadraba mal con el espíritu de los espacios exteriores y sus gentes, afines al quehacer de Brueghel el Viejo, cuyo mundo se siente conmovido por otro renacimiento de contemplación rural, pero también de esa cobertura humanista crecida a socaire del mismo corazón de las ciudades y ciertas abadías. Santo y seña de una cultura que, en precisión de Humberto Eco, supuso un núcleo orgánico de contemplación , pero también de un conocimiento que no tardaría en declinar, empujado por un atractivo espejo con nombre de un progreso que, paradójicamente, situaba su diana en un remoto pasado alimentado por las nuevas élites dinerarias. Años de hegemonía cultural incapaz de esconder su dependencia de estraperlistas y banqueros con reflejo en nuestros días. Al cabo, defensores del retorno, como aquellos, de aquel buen mundo antiguo que, una vez más, iba a morir guerreando sobre una geografía habitada por quienes nacían y morían en guerra, sin más tregua que la precisa para sanar las heridas y entrar de nuevo en batalla.
Tal era la profesión y tal el destino de aquellos europeos, nacidos de mujeres destinadas a labrar la tierra y a traer nuevos soldados para nutrir de hombres jóvenes aquellas cruentas batallas. Mas aquel buen tiempo, espejo de las elites renacentistas, quedó suspendido. Obras como “La Primavera” y “La Natividad”, testifican la mutación de pensamiento entre la una y la otra. Ambas de Sandro Botticelli, nacido dos años después de concluir la llamada Guerra de los Cien Años, quien, de otro lado, pagó un peaje excesivo por cambiar de pensamiento. Habían pasado dos decenios entre la realización de ambas obras. La primera en 1482, esto es, cuando faltaba un año para el nacimiento de Martin Lutero. Con todo, aún restaban tres decenios más de guerras con el mismo horizonte para la mujer: el campo y los hijos, alargando una costumbre que deja precisiones como la acaecida tras concluir la Primera Guerra Mundial. En palabras del escritor e historiador Michael Jacobs, por aquellas calendas, aun se podía ver cómo un joven, casi niño, apretando las manos sobre las manceras de un frágil arado de tipología romana, araba la tierra, al tiempo que una joven muchacha y una mujer, probablemente, madre de ambos, tiraban del timón del arado.