De penaltis y otras tandas

11 jul 2025 / 09:04 H.
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Con un disparo lento, fácil, ligeramente escorado a la izquierda, Eloy Olaya desbarató el pase a cuartos de final de la Copa del Mundo de 1986. Jean-Marie Pfaff, el histórico guardameta de Bélgica, se lanzó a la hierba del estadio de Puebla como una galerna felina que dio al traste con las aspiraciones de aquella selección notable dirigida por Miguel Muñoz. Yo tenía ocho años y ya me ensimismaba en la atmósfera futbolera que creaban las retransmisiones del recientemente desaparecido José Ángel de la Casa. Años después, ocurrió lo mismo con la selección que ilusionó al país bajo la batuta de José Antonio Camacho. Aquel partido extraño de cuartos con el famoso centro de Joaquín, cuya jugada de gol quedó invalidada por rebasar supuestamente la línea de cal. Dramático final de una prórroga tras la que el propio jugador erraría el cuarto penalti de la serie y nos mandaría a casa con la extraña sensación de que ese mundial tenía otros intereses para la FIFA que coronar a aquella generación de futbolistas entre los que ya aparecían quienes, más de un lustro después, escribirían las páginas doradas del deporte rey en nuestro país. La noche del 22 de junio de 2008 se deshizo el maleficio. Yo bajaba de un tren en Cuenca y la multitud se agolpaba en los bares alrededor de la estación para asistir a una nueva suerte máxima, concluido sin goles la eliminatoria de cuartos con la imponente selección de Italia. Me acerqué con mi maleta a una de las bullas a tiempo de alentar aquella carrera de Cesc Fábregas en el penalti decisivo, que batió con un impecable y ajustado lanzamiento por bajo a Buffon, uno de los porteros más solventes de las últimas décadas. Aquellas euforias entorno a la Roja convivieron con el germen de la que sería la peor crisis económica de la Historia reciente y que en España provocó tantas secuelas sociales y políticas de cuyas consecuencias legislativas aún hoy advertimos su profunda sacudida.

Puede que no sea acertado el simil, pero algo semejante a la atmósfera sociológica que rodea a las tandas de penaltis de los grandes campeonatos ha zarandeado la exigua y maltrecha conciencia política de nuestra ciudadanía. Como si de un lanzamiento desde los once metros errado en el momento más inoportuno se tratase, han llegado y llegan las informaciones de esa presunta trama de corrupción que tenían montada los dos últimos secretarios de organización del PSOE. Es imperdonable, en un momento de agudísimos quebrantos de la paz civil alcanzada tras la consecución de tantos derechos por parte de la sociedad europea, destruir el crédito de las políticas de progreso con comportamientos que en nada la auspician y dan una impresión de que el juego político se libra en argumentarios que polarizan a las sociedades, mientras cada cual saca tajada para los suyos sin el escrúpulo con que se decora el ejercicio parlamentario y la retórica de las tribunas públicas. Muchos españoles volvimos de la playa o la montaña en aquel plebiscito de hace casi dos años para evitar que este país cayera en manos de la deriva autoritaria que propone la ultraderecha. Y nada pareció importar a quienes presuntamente iban y venían derrochando sus mordidas en asuntos que han puesto contra las cuerdas al credo socialista. Y tanto peor, si tras el clamoroso error, la derecha española, en lugar de sanear sus genealogías y poner al frente de su penalti crucial a un lanzador que concite alguna confianza, corrige su lista y se empeña una y otra vez en colocar a los Ayuso, M. Rajoy, Aznar y demás personajes amortizados por lo que a sus filas concierne el fantasma de la corrupción y el desatino institucional, como si las barbas cortadas en la casa ajena otorgasen alguna legitimidad para exhibir las propias con ese cinismo y esa euforia faltona que sabe alimentar tan bien la clase conservadora en defensa de su vieja red de intereses y entramados societarios. En la era trumpiana, la clase trabajadora vuelve a estar sin equipo, como cuando éramos niños y nos dormíamos en las finales y eran otros los que soñaban con el gol de la justicia. Aunque lo metiese el mismísimo Pelé o el inolvidable Diego Armando Maradona.

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