De los intelectuales y el poder
Hay un libro, “Los poetas malditos”, publicado por vez primera en 1888, escrito por Paul Verlaine que pone en juego el comportamiento de aquella media docena de poetas franceses que se opusieron a las normas establecidas. Escritores de la talla de Baudelaire, Rimbaud, el propio autor del estudio..., en fin, un grupo de señeras plumas que ponían en cuestión aquellos conceptos emanados de la dinámica ilustrada. Horizonte de difícil intervención para cuantas personas, entonces y ahora, traten de intervenir en aspectos contemplables fuera de lo legislado. De su acatamiento depende el orden ciudadano, pero también, téngase esto en cuenta como atenuante, el aparente rechazo de la norma, puede decidir la calidad del barniz de su acabado. Tal es el nervio que da respaldo a cualquier democracia formal y, por consiguiente, el verdadero estandarte de todo orden establecido. Norma, por lo demás, vigente en aquellos días, más complejos de cuanto viene figurando en una memoria ciudadana, intervenida, paradojas aparte, por la Ilustración y cuantos soslayos y vislumbres le corresponden a dogma tan aceptado. Paradigma que, de algún modo, parecería gasear poéticas que tienen que ver con el andamiaje social y por consiguiente, con la percepción de un mundo que traslada las normas de la poética aristotélica al concepto de estética, cuya pedagogía debería gobernar cualquier proyecto de compostura moral, en cuyo orden también figuran aspectos de simetría social, casi siempre subrayados con la palabra humanismo llevada a un nuevo uso. Al cabo, uno de los conceptos puestos en cuestión por aquel grupo de escritores a los que da voz Paul Verlaine en las páginas del libro referido. Hablamos de un pulso muy honrosamente literario que por sí mismo, rescata el uso ideológico de cuanto comporta la poética aristotélica en un nuevo siglo intervenido por una política de guerras que todo lo confunde. En tal sentido, aquellos principios de nervadura poética, vienen quedando en mera estética, desde luego, bien asentada para establecer espacios de confrontación entre el ser y el estar de cara a cualquier contracorriente. Se trata de un uso conocido, utilizado por quienes saben que la manera de dominar y trasformar la sociedad está en privar a los pueblos de su propia cultura, merced a la herramienta y los tiempos más oportunos, cuyos elementos de dinamización, no lo olvidemos, pueden ser elegidos y gobernados como un mero trueque de intereses que, paradójicamente, afecta más a la filosofía que a la literatura, en tanto que la anterior, parafraseando a Javier Gomá, ha de hacerse mundana si desea permanecer. Territorio habitado por las letras desde que nos dejó Cervantes con todo un sucederse de nuevos comportamientos émulos de aquel Lazarillo que, con cierta atención , podemos vislumbrar hoy.
Hace unos años, no demasiados, la modernidad vestía con chaleco y no conocí a progre alguno que no lo llevase... Era aún mejor que, además, se acompañase de algún “cartulaje” a modo de carpeta de manera que retardase cincuenta años aquellas sospechosas imágenes de los clochard que, como una atracción más de la ciudad francesa, bordeaban el Sena en los tramos más explícitos del tópico construido en torno a lo parisino. Días de quiebras y nuevos acomodos que, desde el otro lado, vertebraban el horizonte ideológico de aquellas primaveras anteriores a la de Praga. Esto es, cuando ciertos retoños de la tardo burguesía catalana correspondientes a la generación de Jordi Puyol, comenzaban sus meritajes transitando por los pasillos de la Sorbona. Al cabo, años de vino y rosas para aquellos delfines de la democracia que, a manera de máster, cultivaba gran parte de aquel mocerío, procedente de cunas doradas, dotándolos del oportuno salvoconducto para oficiar con cierto lustre en el amanecer de aquella democracia normalizada en la Constitución de 1978. Generosa conducta,, que no supo distinguir entre quienes, desde tiempos anteriores, decidieron ir de maitines y quienes iban a maitinar. Posturas desiguales y, en consecuencia, quebradizas que hoy podemos observar, en mas de un caso, transitando senderos madrileños con esa carga residual que los abruma tanto como los sigue confundiendo medio siglo después. Por ejemplo, claro que sí, recuerdo a una destacada escritora en aquel confuso grupo de intelectuales de los cincuenta, llamada Rosa Regás irrumpiendo en cargos del llamado gobierno centralista, el segundo encargo como Directora de la Biblioteca Nacional los años 2004 y 2007. Tiempo, de sesteo continuado, en los que la citada directora no cejaba de poner en cuestión la talla del filólogo santanderino Marcelino Menéndez Pelayo, de quien figura una magnifica estatua esculpida en 1918 por Lorenzo Coullaut presidiendo la entrada de aquel templo español de las letras, cuyo traslado a los jardines del edificio, según había decidido la directora, parecía inminente. Soberbio escultor andaluz, ciertamente (Marchena, Sevilla, 1876; Madrid, 1932), autor del monumento, recordémoslo de paso, a los Marqueses de Linares.