De espaldas al pueblo

04 ago 2025 / 09:07 H.
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Vivimos una época ruidosa, impaciente y cada vez más impersonal. La política habla, pero escucha cada vez menos. Gobiernos de distinto color, en países distintos, repiten la misma partitura: gestionar la realidad como si fuera un producto cualquiera, mantenerse en el poder como si ese fuera el fin último, sobrevivir al día a día sin mirada larga, sin memoria, sin alma.

Se impone la lógica de lo inmediato: la palabra se convierte en eslogan, el relato en disfraz y el compromiso desaparece. Mientras tanto, lo esencial se queda fuera del plano. El cuidado, el espacio para pensar en lo común, la ética en la decisión... En un momento histórico en que los retrocesos democráticos, los discursos del odio y la desafección ciudadana se extienden por Europa y América, conviene detenernos y recordar qué es gobernar y para qué sirve la política.

En el ámbito nacional, el debate político se ha vuelto una guerra de micrófonos. Se discute para ocupar espacio, no para escuchar razones. La izquierda institucional ha perdido frescura y fuerza moral. Se defiende más de lo que propone, estira el discurso hasta justificar lo injustificable y manipula el lenguaje a su conveniencia. Parece haber olvidado que la justicia social se construye cada día, desde abajo. La derecha, por su parte, se instala en una moderación impostada, de gestos estudiados y falsa humildad, mientras alimenta sin pudor discursos que degradan la convivencia, dividen al país y convierten la política en un ring donde solo importan el control y la revancha. En ambos casos, el poder ha dejado de ser herramienta de transformación para convertirse en un escenario donde se actúa de espaldas a la gente.

Entre tanto ruido, los verdaderos problemas siguen ahí, intactos en su urgencia: la sanidad que se agrieta como una pared antigua, la educación que se privatiza un poco más, la vivienda que se aleja como un privilegio imposible, los jóvenes que no encuentran paz ni sitio, el campo que se seca, se incendia, se vuelve máquina y petróleo. Cuerpos mayores que no tienen nombre, que estorban y parecen no pertenecer ya a nadie. Problemas que no caben en el argumentario, que no cotizan en campaña, que no sirven para un titular.

En el plano internacional, el paisaje tampoco ofrece consuelo. Estados Unidos, otra vez al borde del populismo de rostro endurecido, muestra lo fácil que es destruir la confianza institucional cuando la palabra se usa como arma. Europa, entre temores y repliegues, calla ante lo intolerable. La política exterior se ha convertido en un tablero de intereses donde la ética apenas se oye. ¿Dónde quedó la firmeza para condenar las guerras? ¿El coraje para frenar la injusticia disfrazada de decisión política? ¿La humanidad frente al dolor de quienes mueren mientras huyen?

No se trata de idealizar, sino de no olvidar; porque el poder sin memoria es poder sin dirección y cuando se olvida por qué se gobierna, solo queda el gesto vacío, la apariencia, la costumbre de mandar sin preguntarse para quién.

Los discursos ya no movilizan ni los programas inspiran. Quienes gobiernan ya no emocionan. Esto no sucede porque la ciudadanía esté anestesiada, sino porque está cansada de promesas que se evaporan, de palabras que no se cumplen, de una política sin alma.

El peligro no es solo la abstención. Es la indiferencia, el hastío, el “todos son iguales” convertido en lema. Pero no, no todos son iguales. Aún quedan personas honestas y comprometidas, que resisten desde dentro con dignidad. Pero su voz apenas se oye entre tanto estruendo, y su trabajo rara vez ocupa titulares. Son la excepción que confirma el desencanto, pero también la prueba de que otra política sigue siendo posible.

Tal vez aún estemos a tiempo, pero no basta con cambiar los rostros ni maquillar los discursos: hace falta recuperar la ética del servicio, la humildad de escuchar sin esperar aplauso, la voluntad de mirar lejos sin dejar de atender a quienes caminan al lado. Necesitamos menos espectáculo y más verdad; menos cálculo, más conciencia; menos ambición de permanecer y más deseo sincero de transformar.

Porque tal vez gobernar —de verdad— sea como cuidar un huerto en tierra seca: hace falta memoria del clima, paciencia con la semilla, humildad ante el tiempo y fe en lo invisible. La política que merecemos no es la que se impone desde arriba, sino la que brota desde abajo, como una raíz antigua que sigue buscando luz.

Y para eso, hay que recordar. Siempre recordar.

Porque sin memoria, el poder no transforma: arrastra... y acaba arrastrándonos a todos.

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