Casi a tiro de piedra

06 jun 2019 / 08:42 H.

Casi a tiro de piedra, en los países del norte de África, lamentablemente se ven las playas o lugares de ocio con desperdicios, plásticos por todas partes, latas, utensilios rotos o desperdigados, y una apatía enorme en las papeleras, atiborradas o destartaladas, sin basura diferenciada o servicios efectivos de reciclaje. Sin contar la religión, que no es moco de pavo, España no se ha propuesto como vanguardia en casi nada, pero al menos se pasó de pantalla, no siempre para bien, sobre todo respecto a nosotros mismos, que hasta anteayer éramos esos que dejábamos las playas y los lugares de acampada hechos unos zorros. Y aun hoy... Si de algo sirve el progreso, no en sentido lineal, sino más bien en sentido positivo, es precisamente para comprender lo que significa echar la vista atrás, centrarse en lo que todavía sigue valiendo de y desde la tradición, acoger las innovaciones y dar la bienvenida a las propuestas de avanzadilla. Una sociedad democrática, lejos del eclecticismo y la posmodernidad, que tanto mal nos han hecho, debe abrirse a cambios permanentes sin renunciar a lo que la define o identifica. Ahí es donde se distingue —y no es tan sutil la cosa— el Estado liberal del Estado social. No hay lecturas universales sino individuales, siendo el resultado lo enriquecedor. España mira de reojo a su pasado porque mantiene demasiado cerca el lugar del que viene, y sin embargo observa con distancia exagerada al futuro, puesto que parece que no acaba de arrancar como debiera. A una sociedad sin futuro le falta con urgencia la perspectiva del pasado, saber de dónde viene, cuáles son sus raíces. Fijémonos en la manera en que la sociedad evoluciona, en medio de este fárrago capitalista de consumo, pues más que agrandarnos como personas, nos empequeñece. Qué se puede argumentar contra un sistema que nos infla el ego como un globo, para después soltarnos a la deriva con solo aire por dentro, dirigiéndonos sin rumbo de un lado a otro, dando bandazos. Puras carcasas sin nada dentro. Las afirmaciones sobre la libertad del individuo colisionan con la protección social. Antes que cualquier premisa, aquí se recompensa al que se abre paso a codazos, aunque brille su mediocridad. La insistencia como actitud ha chocado históricamente con el ser mediterráneo y latino, propenso al ideal vegetativo, la siesta, la tranquilidad o la calma, casando luego perfectamente en América —junto a la predisposición al mestizaje— con las culturas nativas, y contraponiéndose violentamente con el calvinismo y la modernidad anglicana de «el tiempo es oro», donde ya sabemos que aquel que más insiste, persiste y resiste. No hay pueblos más tozudos que los de origen anglosajón, qué duda cabe, y quién sabe si por eso hoy tienen la manija. De cualquier modo ahí vamos nosotros, a remolque por variar, heredando lo más nocivo de esa cultura que se arroga a sí misma la hegemonía, y olvidándonos de nuestras propias virtudes, que no son pocas, pero que nos han hecho creer que pertenecen a un estrato inferior, como segunda categoría. En todo paso hacia adelante se suelen sacrificar injustamente los recuerdos, y nada hay más peligroso. Es dificilísimo luchar —por no decir inútil— por un ideal ilustrado en el marasmo de los deseos siempre insatisfechos, los sueños rotos y las promesas de felicidad. Quién nos lo iba a decir hace apenas veinte años.