Campanas de Linares

    08 abr 2020 / 16:32 H.
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    Abril amanecía nublado, y en obligada clausura, en medio de impostados pensamientos disfrazados de normalidad, me llegó la noticia que me hizo estremecer y sucumbir a la tristeza, a la pena, al llanto, al desgarro, a la impotencia y al luto. La cruenta realidad me devolvió a la crudeza, al momento histórico que estamos viviendo, comparado, seguramente con la gripe del dieciocho, ¡o vaya usted a saber! Tragué entonces la bilis del descalabro, cedí al despropósito, como quien se abandona a la barbarie y se rinde al “deleite” frente a una macabra pintura de Solana. Tras el pitido anunciante de un whatsapp, había un nombre: Alfredo. Al desgarro primigenio, siguió la inquina, ¿contra quién? No lo sé. No buscaré culpables, ni responsables, ¿para qué? Al menos hoy no, me importa solo el hombre que tras su particular voz manchega y su gesto de afianzada personalidad, se ocultaba, como quien no quiere la cosa, un alma poderosa, cargada de bondad, de entrega, de gratitud a los de su especie y de amor. Ya cantaba Farina a Linares, plañideras campanas que tañen a la muerte, en alusión a un torero que murió en el coso de Santa Margarita. Alfredo también jugó a ser torero aquel día, intentó capotear al astado, y en el último lance de muleta, decidió rendirse y emprender un viaje en solitario, se nos fue de puntillas, para no hacer ruido, dejó a Cecilia, su fiel compañera, sumida en el mundo de lo inexplicable. Más allá de las estrellas, en la justa intersección en la que converge su alma con la añoranza de quienes lo han querido tanto, brillan a modo de fuegos fatuos los valores de este gran profesor, persona irrepetible. Huérfanos nos deja a sus antiguos alumnos, y también huérfanos de amistad ha dejado a los amigos, pero los de verdad: a Sebastián, Maite, Tere, Manolo o Pedro. Sí, algo imposible de describir se siente cuando ni siquiera uno puede ser dueño de su último silencio. Enquistado queda el legítimo adiós al amigo, mas compensado con el recuerdo nítido de un Alfredo perpetuado en la entraña, como regeneradora llama, como metal incandescente que sigue desprendiendo calor mucho más allá de lo que hemos convenido en llamar muerte.

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