Balance, 1978
En la bodega están los frascos de lejía, agua fuerte y limpiadores líquidos de todas las marcas. A la subida, en una pequeña habitación con el suelo lleno de montones de bolsas con pasta temple clasificadas por colores. Aquí todo se clasifica por su peso y su color, como las latas de pintura que están en el patio techado de cristal. Justo enfrente, el betún, los cepillos para el calzado, las anilinas y las cajitas con tubos de óleo, decenas de ellos esperando dar vida al lienzo. En el pasillo que da entrada a la trastienda, torres de cubos de plástico de distintos tamaños y un gran bidón por donde asoman sus pelos los cepillos de barrer. En la estantería que da la espalda a la tienda hay un muestrario de tinte para el cabello y redecillas para la permanente; en las baldas de arriba los paquetes de algodón, las esponjas y los estuches de manicura. La estantería rodea toda la habitación con un mostrador que sirve de techo a los cajones donde se encuentran los coloretes, la laca de uñas, las barritas de carmín y los rímel. Hay toda clase de colonias, esencias y desodorantes. De repente se abre la cortina de la tienda. “Niño, deja el balance y vete a cobrarle a Carmelo.