Siempre cuesta arriba y en punto muerto

03 oct 2016 / 20:40 H.

Todo comienza en el desorden que sobrevive a la memoria. Limpias el polvo de la estantería, pasas el plumero por los lomos de los libros, por los marcos de las fotos y por las huellas que ayer mismo borraste. Le sacas brillo a los trofeos, cambias las flores del jarrón y tiras el contenido de la papelera. Descorres la cortina, subes la persiana y limpias los cristales que dan al balcón. De puertas adentro todo parece de estreno, aunque más viejas que ayer estén las cosas y nada haya cambiado el paisaje de afuera.

Sentado en tu sillón preferido, con los codos apoyados en la mesa, buscas en el papel vacío la llave de una puerta. No corren buenos tiempos, ni siquiera para la lírica. Todo lo que se diga o haga está inevitablemente contaminado por la toxicidad del barniz que llevan hoy las palabras. Todo lo que percibimos como realidad no es más que la disolución de nuestros mejores sueños: escombros y desechos en partículas de polvo que en finas capas caen a los pies de cada letra. Abres por la página de hoy el libro de tu vida y pasas el plumero. Yo nací en Jaén, y antes que a leer me enseñaron a buscar hormigas de ala para usarlas como cebo para pájaros. Las veía brillar como gotas de lluvia cayendo hacia arriba desde un agujero. Yo nací en Jaén, y antes de crecer escalaba almendros para coger allozas: tiernas caían en mi boca recién robadas del árbol. Cada uno es de donde nace y eso no tiene remedio. Fuertes se asientan sus raíces aunque viva al borde de un abismo, firme modela su columna camino del sol que más le calienta.

Yo soy de aquí desde hace más de medio siglo. De Santo Reino a Paraíso Interior y con más mudanzas que la estatua de don Bernabé, antes que a sumar, aprendí a subir las cuestas con más prisa que bajando. De la leche en polvo, a las pizas y hamburguesas. Del Teatro Cervantes, al solar de Simago. De la Plaza de los caños, al fantasma de un tranvía. Del colegio de San Andrés, a la UJA y el Bulevar.

Cuento también en mi pedigrí la derrota de la altura de las casas, el abstracto color de sus fachadas, la sin par sinfonía de cada una de sus calles y avenidas, y las mierdas de perro en todas las aceras. Cada cual nace donde nace, lo demás viene de nacimiento. Bella ciudad de luz a la deriva en un mar de olivos de secano. Madre de la sombra del estío y de los charcos cuesta arriba del invierno. Reina del espejo en que se mira, de la apariencia y la sordera. Musa del silencio más inocente y de la ruina siempre merecida. Grande arquitecta de castillos de arena y de mínimas ilusiones, aunque todo lo empiece por el tejado y siempre le crezcan los enanos.

Yo nací en Jaén, esa ciudad desconocida, cenicienta de este país y media madrastra de Perú y Filipinas. Yo nací en Jaén, esta ciudad que en apenas unos días que duermas por aquí, o te echan a garrotazos o te nombran hijo adoptivo y te hacen uno más de la familia. Cuna de ilustres políticos-funcionarios de cualquier partido y categoría.

Cantera de peones para todo tipo de cultivos, y de albañiles para toda clase de burbujas. Líder indiscutible en la clasificación del paro, y escuela de afables taberneros y camareras especialistas en echar más horas que un reloj sin perder un segundo la sonrisa. “Jaén yacía indiferente a todo, dormido en un sueño blando de aceite local” dijo de nosotros un tal Miguel Hernández. Yo nací en Jaén y al ferrocarril pongo de testigo, de haber visto por aquí a la esperanza cambiarse de ropa treinta veces al mes, con la misma cara de todos los días. Juro que me alegro de que ya sea mayor de edad, de su crecimiento urbano, del engorde y anchura de sus carreteras, y hasta de la expansión de sus cofradías. No puedo negarle a esta tierra, siempre en punto muerto y cuesta arriba, la elegancia de saber esperar su turno al final del vagón de cola, sin alzar ni siquiera su palabra. “Yo nací en Jaén y moriré, en la mierda”, nos dijo nuestro paisano José Nieto.