Estómago lleno, espíritu alegre

    13 feb 2016 / 11:47 H.

    A bordo del crucero “Agua tapa” parto rumbo a la ciudad de los sueños terrenales y la poesía callejera. Sólo somos dos a bordo: William Fogg y yo. Tratando de amenizar la travesía entablo una conversación con él, en la que descubro que se propone darle la vuelta a Cádiz desde 80 mundos. Todo un reto, incluso para él. El viaje se hace llevadero debido a una tripulación que se desvive por el disfrute del pasaje. Una vez atracados, me recibe su nuevo sereno, que, orgulloso, me enseña su lustroso llavero, al que sólo falta la llave que Cádiz nunca da.

    Justo al salir del puerto pasamos por el barrio egipcio, lleno de contrastes. Donde, por un lado, el gremio de los esclavos que no paran de preguntarme por familiares y amigos que un día se fueron y no volverán, y cuyo lema es trabajar para vivir, no vivir para trabajar; mientras que por el otro, la Corte del Faraón, imponente, arrogante y orgullosa me reclaman que medie en la disputa catalana y barra el arcaico machismo. Bonitas ironías. Lo primero que hemos de hacer es saludar a la autoridad competente, en este momento unos mariachis cuya hegemonía parece indiscutible. Me devuelven el saludo confesándome su amor por la ciudad y se despiden con una advertencia respecto a unos camaleones cobardes que han vuelto este año, desafiando a todos, a recuperar la corona perdida.

    Callejeando por una esquina de un barrio cualquiera hay un cualquiera rondando una esquina, que nos ofrece miseria y locura pero también fortuna e histeria; llegamos a la chatarrería, donde escucho cómo le cantan a nuestro querido expresidente la balada más alegre que jamás haya oído. Son animados estos tipos y, celebran mientras lloran, el casamiento de una hija. Tampoco pierdo detalle de cómo hablan de religión y fronteras o cómo le cantan al pueblo español que ha sufrido exhortándolo a no esperar sentados una revolución. Parece que la arenga robótica ha hecho efecto en mi guía, el sereno, que, ilusionado, me confiesa su sueño de cantar algún día en el Gran Teatro Falla, y, por qué no, ser aplaudido y vitoreado por el público presente. Tras secarse las lágrimas, con la manga de la chaqueta, le propongo parar a tomar algo para relajarnos, a lo que él me sugiere una taberna muy especial, donde bebida, comida y amistad son servidas en generosos platos. Unos payasos son los encargados de amenizar la reunión con unas voces que suenan aún mejor que sus instrumentos y unas letras que nada tienen que recelar de aquéllos. Cuando entrábamos nosotros, salía un cura airado de la taberna. No debió gustarle la última canción.

    Con el estómago lleno y el espíritu alegre nos dirigimos hacia el parque, pues dice el sereno que ha llegado la hora de conocer al Creador. Una vez allí, los niños juegan y se divierten, imaginando que pueden serlo todo, teniendo como único límite la hora de la cena. “Éstos son nuestros dioses aquí” me dice descubriendo su cabeza respetuosamente “los que una vez fuimos y los que construirán el futuro una vez nosotros no estemos”. Volviendo de nuevo a los niños, veo a un grupo de niños que, haciendo equipos para jugar a la pelota, deja fuera a un pequeño gordito; o cómo un corralito de niñas juegan con los tacones y joyas de sus mamás a ser mayores. Es entonces cuando pienso que no puedo estar más de acuerdo con él. Llama mi atención una pareja que cruza la plaza de manera muy, muy tranquila. Parándose, cada dos por tres, a discutir algún punto en conflicto. Van los dos arreglados, aunque por la forma de vestir, casi antagónica, se diría que no son ni amigos: llamativo uno, mundano el otro. Ahora que me fijo bien, sólo habla uno, el otro apenas asiente o niega con la cabeza, mientras tiene la mirada perdida. El sereno se ríe, mientras me explica que son Juan y el pesado de su amigo; y recomienda que nos vayamos antes de que nos vea y nos enganche a nosotros.

    Guiado por el alegre sereno hasta el Falla, me lo presenta como la escalera a la Inmortalidad, a la vez que me reta a fijarme mejor en su interior. Al principio no veo nada, pero apenas un pequeño destello reclama mi atención. Una pupila giratoria. Una cola enrevesada. Unas patas enroscadas. ¡Un camaleón! Abandona su camuflaje y se descubre ante mí. No, no sólo él, una legión de ellos surgen desde todas parte del teatro revelando sus escondites. Parecen acudir a una vieja llamada. Escucho, en voz bajita, como el sereno aconseja que mejor nos vayamos, pues febrero es el mes que los transforma en valientes guerreros y preparan sus disfraces para combatir.

    La Luna ya se ha puesto guapa para cuando salimos y se nos une en el triste paseo al muelle. Caminamos, alargando los pasos y arrastrando los pies, sin querer irnos. Antes de embarcar, me despido de mi nuevo amigo, con un abrazo y un consejo: que no deje nunca de soñar. Y así, con el infinito en el horizonte y la Tacita detrás, me separo de una ciudad que huele a corrales de comedias y que sabe a versos recitados por juglares. Hasta siempre Cádiz.