Apretados en la barrera
El final de La Fiesta —o de las fiestas de toros— se viene pronosticando casi desde el mismo momento en que empezaron a celebrarse. Al poder no le gustaron nunca las manifestaciones. Eso de que —con toros o sin ellos— el pueblo tome la calle y campe por sus respetos dando suelta a sus gustos —o a sus disgustos— no suele agradar al que manda. Hoy el pueblo, dicho así, como suena, tampoco sale ya en tromba como antaño a manifestarse. Y no vale poner aquí el ejemplo del “procés” porque en ese caso fueron las propias autoridades —el poder— las que con recursos y dinero de todos sacaron a la gente a la calle para su propio beneficio. Así se llenaba también la plaza de Oriente. Lo del pueblo unido jamás será vencido, hace ya mucho que no se canta, a lo mejor porque el pueblo —el español, digo— anda desunido. O desaparecido. Cosa que no es de extrañar cuando es eso lo que se busca desde arriba, cuestionando las cuatro cosas elementales para poder sentirse pueblo. Con los avances de la ciencia y el uso —o el abuso— de la inteligencia natural o artificial, los gobernantes de hoy controlan el manejo de las masas mejor que aquellos primeros reyes y papas que prohibían los toros ante la imposibilidad de controlar tanto barullo. Aunque ni así acabaron con ellos. Hoy la plebe, más manejable, se tiene a sí misma más civilizada, cuidándose mucho para no salirse de la corrección política “impuesta” de moda, bajo la vigilancia de la moderna inquisición mediática de perverso lenguaje. Las expresiones de rebeldía ante el avance de la demagogia y la mentira no pasan del pataleo virtual o de la indignación contenida. Las nuevas tecnologías facilitan nuestro agrupamiento en redes sociales, en función de lo que queramos opinar o de a quien queramos defender o vilipendiar. Y todo eso, y más, sin necesidad de quedar ni de vernos las caras para hablar. El poder ayuda también lo suyo creando compartimentos ideológicos o sociológicos en los que, con todas las comodidades, podemos instalarnos para reclamar lo nuestro y sentirnos diferentes los unos a los otros. Los jóvenes con el empleo juvenil y la vivienda, los parados de larga duración en otra caja más añeja. Hombres y mujeres, en paquetes bien diferenciados. El de los y el de las. Los homosexuales también clasificados —y orgullosos de así estarlo— dentro de su propia caja. Progres, fachas, del Madrid o del Barsa, jubilados o asalariados, cada uno en su cesta y agrupados por castas, sectores o sectas. De tal forma que cuantas menos causas comunes defendamos, más a gusto estamos en nuestras casas. Pero llega el verano con sus toros y salimos a respirar la vida de nuestras calles y plazas. Y allí en el ámbito local, reducido, cercano y sin mediar la tecnología, aprovechamos para saludarnos, abrazarnos, mirarnos a las caras, tocarnos y besarnos. Unos delante de la vaca, jugándose la cornada por la sonrisa de una chavala. Otros apretados en la barrera, donde nadie se enfada si le rozan el culo o le derraman el cubata. ¿Cómo es posible que la presencia del toro genere tanta unión, tanto contacto, tanta emoción y tanta verdad? ¿Cómo es que cada vez que se anuncia el fin de las fiestas de toros vuelven a resurgir aún con mayor intensidad? Porque esa es la realidad. Que el pueblo llena las calles de toros y que en las plazas crece la cola para ver a Morante torear.