Antiestrategia
En nuestra tierra estamos muy acostumbrados a hablar de estrategia. La escuchamos en boca de políticos, empresarios, clubes deportivos y hasta en conversaciones de bar: “la estrategia es tal” o “les ha fallado la estrategia”. El problema es que seguimos entendiendo la estrategia como algo rígido, casi como un plan escrito en piedra que debe cumplirse al pie de la letra durante varios años. Y la realidad —personal, empresarial e institucional— nos está gritando que ya no funciona así.
Hoy vivimos en lo que algunos llaman un mundo BANI: frágil, ansioso, no lineal e incomprensible. ¿Qué significa esto? Que lo que ayer era una certeza, hoy se convierte en una incógnita. Pensemos en Jaén: hace un par de años casi nadie hablaba de inteligencia artificial en el día a día, y ahora está transformando la manera en la que trabajamos, estudiamos o incluso consumimos ocio. Lo mismo ocurre con el turismo, con la digitalización de los pequeños comercios o con los nuevos hábitos de consumo de los jóvenes. Todo cambia demasiado rápido.
Empresas como Amazon o los nuevos bancos digitales lo tienen claro: su estrategia no se mide por lo que escribieron en un documento, sino por su capacidad de ajustarse cada trimestre, incluso cada mes. Si un producto no funciona, lo eliminan. Si detectan una nueva necesidad, reorientan inversiones. Es lo que algunos expertos llaman una arquitectura de adaptabilidad: marcos vivos que se revisan y reajustan de forma constante.
Esto no es exclusivo de grandes multinacionales. En la provincia, cualquier cooperativa aceitera o empresa de servicios sabe que tiene que estar atenta a “señales débiles”: cambios en los precios internacionales, nuevas normativas europeas o incluso tendencias de consumo más saludables. Si se tarda un año en reaccionar, puede ser tarde.
De ahí nace lo que algunos llaman antiestrategia. No se trata de improvisar, sino de actuar casi como científicos: lanzar pequeños experimentos, medir rápido y decidir si escalar, pivotar o abandonar. En Jaén, una almazara puede probar la venta online de aceite premium durante tres meses, medir resultados y decidir si ampliar.
Otro de los errores tradicionales es separar demasiado la estrategia de la operativa. Se decía: “La estrategia es lo que queremos hacer; la operación es cómo lo hacemos”. El problema es que ese esquema genera lentitud. Hoy los equipos más ágiles trabajan en ciclos cortos, lo que en el mundo del marketing llaman “sprints”: periodos de dos o tres semanas donde se diseña, ejecuta, mide y se vuelve a empezar. No es teoría, es práctica. Lo aplican desde “startups” hasta grandes compañías tecnológicas, y con resultados espectaculares.
Si lo pensamos bien, en la vida diaria también ocurre. Una familia que quiere ahorrar para un viaje no se plantea un plan rígido de aquí a tres años; revisa cada mes cómo va la economía doméstica, ajusta gastos, prueba a generar algún ingreso extra y decide en función de los resultados. Eso es estrategia viva.
¿Y qué tiene que ver todo esto con Jaén? Mucho. Tanto las instituciones como las empresas locales —y también nosotros como ciudadanos— necesitamos acostumbrarnos a este pensamiento adaptativo. El Ayuntamiento que diseña un plan de turismo debe revisarlo cada temporada según fluyan los visitantes. El club deportivo que traza una planificación de cantera debe evaluar cada año la evolución de sus jóvenes. Y el emprendedor que abre una cafetería debe estar dispuesto a cambiar la carta si el público lo pide.
La estrategia, en definitiva, es un sistema vivo de aprendizaje. Escucha, prueba, mide y reajusta. Y vuelta a empezar. Jaén lo sabe bien: aquí aprendimos que el olivar no se cuida solo con tradición, sino con innovación, con riego inteligente, con diversificación y con visión de futuro. Lo mismo vale para nuestras empresas, nuestras instituciones e incluso para nuestras decisiones personales. El que no se acostumbre a revisar y adaptarse, que no se engañe: no tiene una estrategia, tiene una condena.