Andarle a los toros

22 may 2025 / 08:36 H.
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Con la edad a todos nos recomiendan aquello de que hay que andar. Sobre todo cuando las arterias se empiezan a cerrar y a las extremidades inferiores les da por claudicar. Reconozco que me cuesta. Quizás porque no acabo de entender que andar, por si, por el simple hecho de andar tenga sentido alguno. Independientemente de que sea saludable para el cuerpo, no veo que lo sea para el espíritu ir andando por la vida sin buscar fines. Se anda para ir a algún sitio. Por eso antes de emprender la marcha es bueno establecer la ruta y el objetivo. Voy a comprar el pan, voy al concierto tal o al museo cual. Se hace camino al andar, decía el poeta, pero cuando se anda en busca de algún lugar o de alguna verdad.

Eso si, andar no andamos todos igual. Y a la hora de conocer personas ayuda lo suyo observar su forma de caminar. Un toro es diferente visto en el campo, en los corrales o en el ruedo cuando sale de los toriles a la plaza. Hasta el tamaño parece diferente. En las mujeres —y en los hombres, vale— los andares pueden cubrir defectos de diseño tanto como echar por tierra una hermosa presencia. La manera de andar muestra virtudes o defectos que no siempre se detectan con la visión estática de la persona o del animal. Y no quiere decir, por ejemplo, que una persona delgada tenga siempre más elegancia en el andar que otra con mayores anchuras. Lo mismo pasa con los toros, que con diferentes hechuras, más gordos o más delgados, más bajos, más altos, más hondos, más finos o más bastos, tienen su propio trapío. A la hora de moverse, la elegancia, la belleza, la arrogancia o la discreción, la moderación o la brusquedad, la nobleza o la viveza, el vaivén o la fijeza, tienen más que ver con la armonía de los movimientos que el tipo del que se mueve. O con su edad, claro. No se le puede pedir al anciano que camine con garbo. Si forzara o pretendiese ir más estirado no sólo quedaría patético sino que podría terminar lesionado. Y ojo, que hay cojeras cargadas de dignidad. El andar tiene que adecuarse a la figura de forma natural. Aquí, como siempre, la mujer es una excepción. Porque lo femenino permite adornos añadidos y posturas exageradas. Los tacones para subir, el estrechamiento de cintura o la elevación de la pechera, están, no sólo permitidos, sino valorados positivamente. Pero la elegancia no siempre requiere un patrón estándar. Ni mucho menos. Hay toreros de arte que están más rellenos de lo normal. Curro Romero cargaba la suerte con la barriga. Y no eran precisamente guapos Rafael el Gallo, o el de Paula con sus rodillas de cristal.

Hay que tener en cuenta también los terrenos que se pisan. Ni si el que los anda sube o baja. Ni en la plaza embiste igual el toro en los medios que en las tablas. Andarle a los toros, como en el cortejar o el flirtear, requiere saber cuál es el sitio y la distancia adecuada para estar o para citar. Porque acercarse más de la cuenta puede costar caro si se hace antes de ganarse la confianza del elemento vivo a lidiar o a enamorar. Es una vez ganado el sitio, a base de valor y sinceridad, cuando desaparecen distancias, porque ambos comparten los mismos terrenos que —entonces sí— ya se los pueden cambiar. La posible cogida y la cornada siempre están, eso es verdad. Pero esa es la cuestión. Que en la vida y en los toros es el peligro lo que más alimenta la emoción.

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