Ana María y Carmen
Tiene este julio, además de esa ola abrasadora de calor ya no sé si tropical, infernal o demoníaca, varias efemérides de esas que abarrotan los calendarios. Y dos de ellas nos dejan frente a un reflejo vestido de recuerdo, Ana María y Carmen, es decir, “nuestras” escritoras Ana María Matute y Carmen Martín Gaite.
En un par de días celebramos el centenario del fallecimiento de Carmen y en otro par, el centenario del nacimiento de Ana María. Las tenemos ahora mismo presentes y quizá sus ideas nos recuerden a esa cierta polarización que ahora puebla la realidad cotidiana en la que se mueven las ¿olas? ¿hordas? políticas actuales. A Ana María podríamos calificarla como conservadora mientras que Carmen era progresista. ¿Altera eso nuestra opinión sobre su obra? En absoluto. En todo caso nos enriquece sobremanera acercarnos a los puntos de vista que les hicieron florecer como novelistas y legarnos sus escritos.
Contaba Ascensión Rivas en un artículo reciente que existen muchas coincidencias en las circunstancias vitales de ambas escritoras, incluidos problemas de salud que nos contaron en, por ejemplo, “El libro de la fiebre” —Gaite— o “Paulina, el mundo y las estrellas” —Matute— o esas vivencias durante la Guerra Civil y la posguerra. Recordemos que las hemos estudiado siempre como adscritas a la Generación de los 50, aquellos “hijos de la Guerra” en los que nos vienen también los nombres de Ignacio Aldecoa, Sánchez Ferlosio —marido de Carmen—, Fernández Santos o Josefina Rodríguez entre otros. Casi podemos “oler” ese tiempo de desgarro y dolor en obras de Ana María Matute como “Los hijos muertos” o “Los soldados lloran de noche”.
Mucho después, en una entrevista, confesó que la infancia que vivió en aquella época difícil se le quedó prendida internamente hasta el punto de sentirse como” una niña de doce años”. Sobrevolando la infancia escribió también “Paraíso inhabitado” y especialmente “Demonios familiares”. Quizá una diferencia entre la obra de Ana María y Carmen es la idea que mueve la escritura: la conversación y no el ensimismamiento según Carmen., que afirmó: “No basta con querer que unos ojos nos miren y unos oídos nos escuchen: también nosotros tenemos que mirar esos ojos y aprender a graduar el ritmo de nuestra voz para adaptarlo a esos oídos”. En estas mismas páginas escribí no hace mucho sobre su “Caperucita en Manhattan”, una especie de aproximación al clásico en el que podemos encontrar, quizá, algo que la relaciona con Ana María: una vuelta a la infancia, a ese tiempo de descubrimiento, de inocencia y curiosidad por todo lo que nos va rodeando y queremos comprender y aprehender.
En el fondo, estamos ante la libertad de elegir, ante el miedo a equivocarnos y no elegir el camino supuestamente correcto y de ser capaces de ver la realidad no siempre de la misma forma. Uno de sus biógrafos, José Teruel, relacionando sus escritos de ficción y no ficción decía: “No hay en otros ensayistas españoles una voz como la suya que convierte cualquier abstracción en un cuento. Nunca depone su condición de narradora a la hora de abordar las ideas, y, aunque exista esa implicación personal, no desestima la investigación o el rigor. Su interés personal en los temas hace que la mirada sea viva”.
Marcos Giralt la definía como “una narradora portentosa, y eso va más de allá de si alguien es buen o mal escritor. En su trabajo siempre hay un detalle que se sale, respira vida y autenticidad”. Vida, por supuesto, es algo que nos asalta tanto en las páginas de Ana María como en las de Carmen. Y también, incluso en su trayectoria personal no precisamente “feliz” en la más amplia acepción del adjetivo. Me duele especialmente la terrible anécdota del final de la máquina de escribir en la que Ana María escribía sus cuentos que fue vendida por su marido entre otras muchas felonías que acabaron, lógicamente, con su matrimonio. Carmen y Ana María, Ana María y Carmen se asoman este mes a los calendarios. Un buen consejo: deberíamos recuperar su lectura.