Obituario de Antonio Tomás Boiso García
No solo 20 años no son nada, sino tampoco los 38 que hoy mismo hacen que el destino me impide ver a mi abuelo Tomás. Un hombre pequeño, pero enorme de coraje y fuerza. Me enseñó muchísimas cosas, como que las rosas suelen tener más espinas que pétalos.
No era optimista ni muchos menos, porque el destino le había dado motivos suficientes para no serlo. Vivió el duro y cruel genocidio fascista del siglo pasado, donde luchó por mantener los derechos y conquistas sociales de la II República Española, y después sufrió en silencio los años del hambre y de la dictadura franquista.
Me contaba que quería y conocía mejor a las cabras que a las personas, porque nació junto a ellas, debajo de una de esas inmensas piedras de granito de Sierra Morena, que Miguel Hernández llamó “lunares”. Nació en Zocueca y vivió en Andújar, donde se hizo duro como sus rocas.
Comenzó pronto a pelearse con los crueles señoritos de entonces, porque en sus inmensas fincas no dejaban pastar a su maltrecho ganado. Amasó pronto un odio feroz contra estos terratenientes, que después convirtió en rabia y más tarde en miedo, en un gran terror que le llevó a refugiarse en las “garras” del alcohol. El pánico le aumentaba conforme veía asesinar a tantos y tantos camaradas y familiares en las paredes del cementerio iliturgitano.
Su castigo fue la marginación social y una pensión que no le daba ni para comer, porque era un “rojo” mutilado. Todo ello no le impidió criar a ocho hijos, aunque a tres de ellos se los llevó muy pronto el injusto y puñetero destino. Fueron las tres puñaladas traperas que más le dolieron.
Aguantó muchísimos años tragando saliva para mantenerse callado, mientras vendía lotería y tabaco para llevar un mendrugo de pan y un trozo de tocino añejo a su casa. Pillaba cuando podía cuatro copas de vino de Lopera para intentar olvidar tantas desgracias juntas. Sus únicas alegrías eran su excepcional mujer, mi abuela Carmen, sus infatigables hijos y unos nietos traviesos y “pidones”. A los que siempre guardaba en el bolsillo de su vieja chaqueta las pipas o avellanas que le ponían en el bar de aperitivo. ¡No he vuelto a probar frutos secos más buenos que aquellos!
No era devoto ni mucho menos de La Morenita, aunque la respetaba. Conocía muy bien el Santuario, porque no tuvo más remedio que criar a sus niños junto a sus paredes, en una choza, donde el estiércol les calentaba en invierno y los mosquitos y las bichas no les dejaban ni dormir en verano.
Las romerías de entonces eran una fuente de ingresos para su familia, porque, aunque a él no le gustaba nada, mi madre y mis tías durante esos días bailaban sin parar como peonzas para que los visitantes les echaran unas perrillas con las que comer algo más nutritivo que una sopa caliente, con menos carne que un gorrión.
Escuchaba tantos secretos y consejos de su boca, mientras se agarraba fuerte a mi hombro para no caerse, que cada día me acuerdo más de él, y no paro de oír sus tímidas risas y sus hondos lamentos, esos eternos quejíos del padre de la madre que me dio la vida.
Su recuerdo quiero que sirva también como homenaje a tantos y tantos republicanos iliturgitanos y jiennenses que dieron su vida por la libertad, la igualdad y la fraternidad. A los que aún no les hemos hecho justicia suficiente, porque ni siquiera les hemos sacado a todos de esas fosas infames ni hemos permitido a sus familiares poder darles su último adiós, a pesar de que hace ya más de 40 años que acabó la gran pesadilla del régimen tirano y fascista.
Por todos ellos. ¡Viva la II República Española! ¡Gloria a mi abuelo Tomás!