Nostalgia con aroma de azahar

19 ene 2020 / 11:58 H.

Cuando paseo por la ciudad vieja, el casco antiguo en que nací, allí donde desde el origen de los tiempos el agua de su manantial se fue derramando generosa, siglo tras siglo hasta hoy, 5.000 años después, al amparo de su pendiente y regada para crear vida fluyente, como venas maternales, me empapo de Jaén. Por los naranjos de San Bartolomé, su aroma de azahar me lleva, una vez más, a las tardes infantiles que aquí gasté con mis amigos, cuando jugábamos a pasar el tiempo inventando cualquier cosa que ya por entonces agudizaba nuestro ingenio e imaginación.

No existe en la capital del Santo Reino un rincón más romántico, clásico y elegante, enmarcado por un puñado de callejones morunos que lo adornan desembocando en su vía principal que atraviesa el barrio de lado a lado. Quiero contaros los límites que definen San Bartolomé, que se acuna flanqueado por las calles Martínez Molina, Arroyo de San Pedro, Colón y Doctor Eduardo Arroyo, donde duerme tranquilo, como escondido del ruidoso palpitar de la vida diaria a su alrededor. Aquí el tiempo atenúa su ritmo, desacelera las prisas para recostarse, acurrucado por el rumor del agua de sus fuentes, rendido ante la incomparable estampa de la recoleta plaza. En otro tiempo el sitio se asomaba por la erguida muralla antigua, y hoy su plaza, íntima como compañera silente que te entiende y te habla sin palabras, que ocupa su espacio sabia y eterna, en ocasiones me susurra ecos de penumbra apenas reconocibles, de otras vidas que por aquí pasaron y vivieron bajo este mismo cielo que, como juego seductor, escudriña las caprichosas callejuelas para besar sus piedras milenarias.

Pero cuando llega la noche y la luz de la luna o las sombras que proyectan sus farolas se adueñan de los rincones de San Bartolomé, todo se transforma como un libro mágico de viejas tradiciones y leyendas de misterio, contadas en mesa camilla con rosetas y brasero de erraj, mientras el ulular del viento se apodera del barrio silbando por entre la espadaña de la iglesia y agitando las ramas de los naranjos. Situada en un lugar preferente de la plaza, la “casa del miedo” ocupaba el centro de las espeluznantes historias que por tradición transmitían los mayores, animando nuesta fantasía con aquellos personajes que desafiaban el límite de lo natural en macabros y desgraciados sucesos que siempre traspasaban la muerte, más allá de la barrera de lo humano, para volver sus espíritus perpetuamente al lugar de los hechos. Dicen que en ciertos momentos los vecinos aún siguen escuchando los lejanos y atormentados lamentos de su pasado. Todavía recuerdo vivir aquellas noches soñadas de mi niñez, como alguna sobrecogido mientras volvía a casa al morir la tarde en el encuentro de un Cristo casi a oscuras, alumbrado por la luz tenue de velas y cirios que lo acompañaban. Su sobria efigie era portada a hombros por los callejones desde el Real Monasterio de Santa Clara. Impresionante. Con el tiempo supe que cada año el Señor del Bambú se trasladaba a la iglesia de la Merced para ser la imagen titular el Lunes Santo en la procesión de los Estudiantes. ¿Y qué decir de otra figura, refugio de la fe de mis primeros años, acogida como un tesoro en el encantador templo gótico-mudéjar de San Bartolomé que da nombre a este barrio singular? El Santísimo Cristo de la Expiración compila en su escultura barroca la más bella y perfecta factura que se puede derramar por las manos de un artista. Es sublime su presencia al romper el crepúsculo, cuando sale este Crucificado a la plaza cada jueves de Semana Santa. Muchos giennenses que viven en la ciudad nueva expandida al norte probablemente no reconocen este rincón que hoy nos ocupa, ni alcanzan a definir e identificar el casco antiguo más allá de la imaginaria frontera que delimitan el Teatro Darymelia, las “tascas” o la Escuela de Arte “José Nogué”. Y no reconocen barrios tan castizos como San Juan, San Andrés, La Magdalena... Olvidan o ignoran que aquí vivieron sus padres y abuelos, en el corazón mismo de nuestro Jaén más genuino. No puedo evitar, cada vez que mis ojos y mi alma vuelven a San Bartolomé, sentir tantas emociones y recuerdos, tantos matices que para mí guarda, como recoge el entrañable y evocador dibujo que en este domingo por aquí asoma.