El torero loco

En todos los pueblos hay un loco o un tonto que destaca sobre los demás, haciendo de su locura o su tontura un referente para los pueblos de alrededor

09 feb 2020 / 11:39 H.

En todos los pueblos hay un loco o un tonto que destaca sobre los demás, haciendo de su locura o tontura un referente en los pueblos de alrededor. Y con la inestimable ayuda de la crueldad humana, su fama traspasa fronteras llegando a lugares recónditos e inimaginables. No ha de servir ninguno como ejemplo pues ninguno, como ningún otro profesional de ninguna otra cosa, consigue ser reconocido en su lugar de origen, Y hay que añadir el incuestionable hecho de que ningún pueblo se siente mínimamente orgulloso de su tonto o su loco, de manera que cada cual es más conocido, o mejor dicho, reconocido, fuera de sus contornos que en aquellos bellos rincones donde aprendió, practicó y perfeccionó la noble artimaña de hacerse el tonto o hacerse el loco, teniendo en cuenta que, si además, uno está loco o es tonto, conseguir la perfección en aquella noble tarea le es más fácil que a los que realmente necesitan hacerse los tontos o los locos, que son los demás. Consigue el especialista en estas ancestrales artes llegar a la gloria, y pasa entonces su nombre a la eternidad para ser usado libremente por cualquiera que quiera insultar y quiera, además, conceder a su insulto una categoría especial. Llegado a la cima de su esfuerzo por ser único, el nombre de nuestro loco o tonto, es añadido al insulto concediéndole un énfasis que de ninguna otra manera conseguiría tener. Ya no se dice: ¡Eres tonto! o ¡Estás loco! Hay que de decir:¡Eres más tonto que Fulano! o bien: ¡Estas más loco que Mengano! Sabiendo, de antemano, que nuestro insultado conoce la referencia que le señalamos para medir su locura o su tontura. Habría que agradecer a Fulano y a Mengano la ayuda que nos prestan colocándose como referentes insalvables de la locura o la tontura. Ellos consiguen el objetivo de ser los mejores en lo suyo. Y no ofendo a ninguno, pues no miento si digo que, de esos dos, yo soy uno. Tan tonto soy que no sé cuál de los dos soy, y tan loco estoy que encima voy y lo cuento. Y a eso voy: En todos los pueblos, hay un tonto o un loco o las dos cosas a la vez, que todos los años se pone delante de un toro imaginario, invisible, pero que sirve a sus nobles intenciones y a las menos nobles de un público real, que se mofa de nuestro loco o tonto y un año y otro, se expone a las astas, a las risas, a las burlas, a los desprecios, a las cornadas en fin, de las gentes. La primera vez lo vi en Segura de la Sierra y ocurrió así: Cuando la tierra, limpia de piedras y basuras, espera a ser pisoteada sólo por los privilegiados. En ese silencio anterior a la muerte, apareció en la arena el mismo loco de todos los años. De manera súbita, sorprendente, como el ángel que aparece, de pronto, en la otra acera con el niño en brazos. Los colores pequeños que borran el verdor de las faldas del castillo se agitan moviendo pañuelos blancos y rompen el sagrado silencio:

¡Torero!, ¿Torero!, ¡Torero!

Todos aderezan el viento de aquellas alturas con la palara más seria que allí se pudiera escuchar. Solo las personas más entradas en años evitan, visiblemente molestos, la burla que se estaba llevando a cabo. El tonto, además de loco, camisa sucia y jironada en mano, iba y venía dando capotazos a un toro que solo él veía. Alzaba su camisa llamando al viento que se arrancaba y perseguía haciéndola bandera. Pero el loco torero, engañándolo, se lo iba llevando a puñados alargados hasta el centro de la plaza dibujando, en su camino, curvas sinuosas en la tierra virgen que quedaban señaladas en las volutas espirales del polvo que formaba al jugar con el aire embravecido hasta borrarse en el cielo azul. El loco torero, miraba las piedras que hacían su labor de tablas sin callejón y en cada camisa de viento se le escuchaba gritar siempre la misma palabra:

¡Maestro!, ¡Maestro!, ¡Maestro!

Y la burla desde el burladero le respondía:

¡Torero!, ¿Torero!, ¡Torero!

Sin sentir por ello vergüenza alguna, la gente, y yo entre la gente, se enardecía y se reía y se divertía con aquel loco que todos los años volvía a representar la terrible escena que solo él conocía.

¡Maestro!, ¡Maestro!, ¡Maestro!

Gritaba el loco una y otra vez llamando al viento, y el viento volvía a atender la llamada repitiendo cargas y cargas de viento desde las piedras hasta el centro.

¡Maestro!, ¡Maestro!, ¡Maestro!

Desde el cómodo asiento de frescas hierbas en la empinada ladera del Castillo de Segura, comprendíamos el mensaje que el loco torero nos mandaba: ¡Música maestro! ¡Música para el maestro! El maestro de la Banda de Música se levantaba, firmaba con la batuta en el viento de Segura, la banda obedecía y comenzaba a sonar, todos los años, la misma melodía que nuestro loco torero mezclaba con gritos y murmullos que solo él oía.

Manolete...Manolete...

¡Maestro!, ¡Levántate maestro!

Gritaba el loco torero desesperadamente mientras sonaba la banda con Manolete por bandera. Terminado el pasodoble, en ese instante en que el maestro de música da un corte brutal y definitivo al viento, al aire y a la música lanzando la batuta hacia abajo a la vez que endereza la espalda y levanta la cabeza mostrando ser la autoridad en los sonidos que el viento repartía después por las laderas del monte de Segura, el loco torero, soltaba su camisa ya parda, ya jironada, y dejando tirado al viento, hincaba rodilla en tierra y, mirando al suelo, dejaba caer dos gotas, dos lágrimas, sobre una agonía que solo él veía.

¡Manuel!, ¡Levántate Manuel!

Un día quise saber por qué hacía aquella última reverencia a los suelos de Segura, imaginando que sus lágrimas procedían de la satisfacción de haber vuelto, un año más, a ser la persona más importante, más celebrada, más querida de un pueblo en el que nadie le conocía. Me acerqué a su figura llena de manchas de barro de arena y vino.

-¿Un vaso de vino “torero”? Le dije sin esperar que comprendiera la fina ironía con la que trataba de ganar su atención.

-Así sea, “maestro” Me respondió. Y los vasos fueron pasando con los años hasta que el pasado vaso en Segura, ya viejo y vestido de verde castillo, me dijo:

-Abandono la locura. Vuelvo a la cordura, Te doy la alternativa y a partir de hoy serás tú el que viva la tragedia. Coge el testigo.

-Maestro —le dije— más parece que me esté usted dejando sin alternativa que dándome alternativa alguna. Pues si bien es cierto que conozco su locura tanto como mi corta cordura, es para mí imposible llegar a sufrir la tragedia sin haberla vivido, o cuando menos haberla conocido.

Habíamos establecido una profunda amistad, basada en el uso de mínimas palabras, y casi de ausencia de sonrisas, si exceptuamos aquellas que eran inevitables cuando no estábamos solos. No teníamos ninguno de los dos la más mínima intención de saber del otro más de lo que ya conocíamos desde el primer día. Tal era el respeto que compartimos durante los vasos que duró nuestra amistad de un solo día al año. Respondiendo a mis dudas me dijo:

-Desde aquel año, observas con devoción y en estos treinta vasos no has preguntado nada. Pero escribes a mi espalda creyendo que no te veo. Y en treinta veces, sé que siempre es la misma cosa. ¿No es de locos escribir la misma cosa todos los años a la misma hora, en el mismo sitio y a después de estar con el mismo loco? ¿Qué piensas cuando estoy llorando? ¿Qué escribes cuando me voy?

Le respondí sin saber lo que decir, después de haber pensado en todos los vasos la misma respuesta. Y siempre, tras el vino, intentaba escribir una nueva sensación, un nuevo sentimiento, pero me era imposible. Las imágenes, las risas, el viento, la música, el sol...las lágrimas, la desesperación, el castillo, los pañuelos, el toro, el vino, el “maestro” y su respuesta, eran iguales. Nada nuevo aparecía, nada desaparecía y nada nuevo escribía. Mi Maestro llevaba razón, yo también estaba loco.

Pierde el poema sentido,

escapa del sentimiento,

de golpe queda partido,

en letras que lleva el viento.

Y todo porque dos gotas

que iban hacia el desierto,

caen en el cielo rotas

dejando al poeta muerto.

-Usted llora más a los cielos que a los suelos. ¿Por qué llora con amargura lo que parece alegría?

-Cuando lloro le recuerdo decir muriendo:

Gracias Islero por ayudar a partir,

Que no cabe para un torero,

mayor gloria que la de morir,

manchando de rojo el albero.

Comprendí la locura, la tragedia y la elección en mi persona para continuar con su compromiso anual. Pero no lo estoy cumpliendo. Desde que murió aquel que en la Plaza de Toros de Segura de la Sierra, todos los años pasaba la tarde soñando con haber salvado la vida de Manolete, soy yo el que sueña con haber salvado la vida de mi Maestro. Y mi Maestro no fue Manolete y tampoco era torero. En tantos años no me descubrió su tragedia, pero tampoco se opuso a que yo la descubriera. Cuando supo que yo la conocía me dijo: -Ahora la tragedia es tuya. Haz con ella lo que quieras.