Tiempo para saldar deudas

22 mar 2020 / 12:11 H.

Son las nueve y pico aeme y, como cada día poco después de despertarme, echo un vistazo por la ventana. El cielo está moderadamente soleado y la calle sigue luciendo extraña, huérfana como se halla de jaleo y movimiento, de los parroquianos del estanco que tengo enfrente del piso, de correveidiles de sardinel y esquina vieja, de ejecutivos con maletín y blazer, de octogenarios con sus impertinentes nietos. Regreso pronto, por tanto, al abrigo del salón, convertido ahora en oficina transitoria. Una semana después del inicio del confinamiento obligado por el covidiecinueve, la conclusión más clara que saco de la situación es que esto no es pa tanto, que no, que no es pa tanto, hombre. En cuanto al trabajo, es cierto que la tarea periodística se ha vuelto algo peregrina, pero también lo es que en lo básico basiquísimo no ha cambiado apenas, así que tampoco me ha costado adaptarme. El transcurso de cada uno de estos últimos días, en resumen, ha sido como sigue: despertador sobre las nueve aeme, ducha con la temperatura del agua cercana a su punto de ebullición, café cargado salido de la fragua vulcania y tostada aceitosa. A partir de ahí, esmarfon en mano, a sentarse delante del portátil para escarbar y hallar, en mi caso, temas de actualidad que se alejaran del covidiecinueve, una tarea, eso sí, cada día más complicada. Luego, el pertinente descanso para regalar el estómago previo a la labor pura de redacción. Es en este punto donde la cosa ha sufrido la mayor alteración con respecto a lo acostumbrado. Bajar a las instalaciones de Diario JAÉN ha sido sustituido por quedarme sentado en la mesa, que ya lo mismo vale para engullir un buen plato de filetillos al punto que para hacer un periódico. Porque escribir, se escribe igual en la redacción que en casa, aunque se echen en falta el chascarrillo cómplice con los compañeros, el repiqueteo constante de teclados ajenos y la atmósfera de excitación que genera la sala de máquinas en marcha. Su lugar lo han ocupado los puntuales aplausos desde los balcones aledaños a las ocho peme y los arranques folclóricos de un vecino que todos los días ha acabado afónico tras entonar orgullosos vivas a la patria.

Luego está el tema del ocio. Soy yo hombre de encierro, tengo filin con el aire mustio de una casa, no me hace falta mucho la calle para orear las ideas —un paseo de un cuartillo de hora, a lo sumo—, me jacto, de hecho, de saber disfrutar de la clausura y sacarle jugo, y eso es precisamente lo que he tratado de hacer desde que quedó declarado el estado de alarma. Estos días en los que uno ha tenido que dejar la cancela echada los he aprovechado, sobre todo, para dar solución parcial a mi habitual vagancia lectora haciendo uso del tiempo que, hasta la semana pasada, empleaba en el trajín diario de desplazarme a la redacción, tanto coche para arriba y para abajo. Pensar en esa circunstancia —que soy un lector vago— a veces me aterra, sobre todo cuando me doy cuenta de que ha ido a más con el paso de los años. La cantidad de libros que reposan en mi mesita de noche a medio terminar es alarmante. En un primer vistazo veo Otra vuelta de tuerca, El Giocondo, Patria y una recopilación de tres novelas cortas de Tolstoi. A todos les eché un ojo una tarde, demasiado lejana ya, pero son muy pocos los que volví a abrir una segunda, casi ninguna una tercera. Luego están aquellos otros a los que suelo dar picotazos con mucha frecuencia, como si fueran recetarios: Ficciones, El aleph, Ceremonias y Narraciones extraordinarias. En esta segunda categoría entran las antologías poéticas. Como si fuera un no-muerto y estos libros, mi Lucy Westenra, bebo de ellos lo que me apetece y, una vez saciado, vuelvo a depositarlos en su lecho hasta que se me abre de nuevo el apetito. Esta semana, como digo, el número de estocadas por minuto ha aumentado, pero, aun así, pienso que no han sido las suficientes, las necesarias. No hay problema, el horizonte que se avista es incierto, por lo que parece que habrá tiempo de sobra para saldar la deuda.