Buenos días

    20 oct 2019 / 12:15 H.

    Esta es la historia del señor Buenos Días. Su leyenda comienza en septiembre, al llegar de las vacaciones que había pasado en la Costa de las Golondrinas. Al despedirse de la playa supo el porqué se llamaba así aquella costa. Geográficamente se trataba de un trozo de mar limitado por acantilados y playas, y en los atardeceres de otoño su cielo se veía surcado por el vuelo rápido de miles de estas aves. No le impresionó tanto el número como el hecho de que al cruzarse entre ellas emitían un pequeño trisado. Todos los cantos unidos tapaban el sonido del mar. En aquel lugar las golondrinas se preparaban para cruzar un continente; se reunían, saludaban, hablaban y terminaban marchándose en compañía. La primera salida que el señor Buenos Días hizo, después de su regreso de la costa, y sin saber bien el motivo, saludó con un “buenos días” a la primera persona que encontró y después con todas las que se cruzaba. Al entrar en el vagón del metro también lo dijo. En la oficina continuó saludando. Cuando bajó a desayunar no cambió de actitud y repartió sus buenos días para las personas que estaban a su lado y así hasta regresar a la casa. Por la tarde, después de comer se quedó adormilado viendo documentales de unas termitas que construían unas ciudades en barro. Entre los pseudosueños de la siesta hizo algún esfuerzo por recordar el argumento de la película: “Cuando ruge la marabunta”. (Marabunta viene en el diccionario como “población masiva de hormigas migratorias que devoran todo lo comestible que encuentran”). Después salió a la calle acompañando a su mujer. Recibió un tirón del brazo seguido de un comentario: ¿Quieres hacer el favor de dejar de decir buenos días a todo el mundo?, además es que serían buenas tardes, ¿es que acaso conoces a todos?, la respuesta fue simple: es que me he embalado esta mañana con el “buenos días” y no tengo forma de parar. ¿Es que llevas así desde esta mañana? Hubo una contestación tímida: pues sí, se ven algunas caras sonrientes cuando digo “buenos días”. Continuó con su costumbre, logrando con habilidad que le toleraran en su casa. Un día, que parecía como cualquier otro porque el despertador antes de que llegara a sonar ya lo había apagado, porque la máquina de afeitar seguía funcionando eficazmente monótona, porque ya necesitaba hasta tres comprimidos de edulcorante para que el primer café con leche le supiera bien y porque las calles no habían cambiado. Pues ese día, cuando todas esas cosas se repetían, entró en el vagón del metro y, antes de que pudiera pronunciar palabra alguna, escuchó un coro armonioso de voces que decía “buenos días”, era la gente del vagón. Aquello le recordó a la Costa de las Golondrinas. Viajó feliz las cinco estaciones de metro hasta llegar a su destino.