Tribuna. Jaén y Real Jaén por Juan Carlos López Eisman
Cuando Alemania organizó en el año 2006 el Campeonato Mundial de Fútbol, se hizo opinión común que ese proyecto había servido para mostrar un país en forma, incrementar el número de turistas, estimular el consumo y ofrecer la oportunidad de poner de moda el “made in Germany”; incluso analistas bancarios estimaron que podía suponer un incremento del PIB de un 0,25%, o hasta un 0,33% según la Cámara de Industria y Comercio del país. También cuando España ganó la Eurocopa se hicieron observaciones sobre el aumento de la vida comercial derivado de esa victoria futbolística. Y entre nosotros afloró este enfoque el año pasado cuando, a punto de ascender el Real Jaén, aparecieron en los medios de comunicación datos de la posible rentabilidad en la diversa vida económica de Jaén, que se llegaron a concretar en 600.000 euros. “El ascenso del Real Jaén a Segunda, se dijo, tiene un gran impacto desde el punto de vista social y económico, ya que estamos hablando de un deporte que se ha convertido en un fenómeno de masas”. Aparte de ello “la posibilidad de pasear el nombre de Jaén por toda España aprovechando el gran tirón mediático de la competición es un beneficio que posiblemente no se note en el corto plazo, pero que sí puede reportar réditos en el futuro a la marca ‘Jaén’, lo que sin duda quedaría muy mejorado en el caso de ascenso a la Primera División”.
El reconocimiento de esa realidad social y económica relacionada con el fútbol pone de relieve que lo que, con una mirada simplista, puede parecer un juego más o menos importante y famoso, de emociones súbitas pero fugaces, es de hecho un fenómeno de totalidad, un sistema social completo y multidisciplinar, hermano y compañero de tantos otros sistemas con los que hemos organizado nuestra vida en común. Sean más o menos precisas las cantidades sugeridas más arriba como dividendo neto de la actividad futbolística, la realidad es que se ha abierto un nuevo panorama existencial y teórico del fútbol, que conocemos y vivimos, disfrutamos y sufrimos.
Demonizado durante mucho tiempo como un alienante espectáculo de masas al servicio de poderes deshonestos y que en consecuencia servía de factor disuasorio para cualquier compromiso social, político o ético, el denostado iba captando y dominando cada vez con más fuerza la conciencia, y el bolsillo, de los ciudadanos de todo el planeta. Mientras que se oían una y otra vez esos implacables sermones, un poco recordando al Pangloss de Cándido, el fútbol se ha ido colando por todos los poros sociales, se ha adueñado de la vida pública y se ha transformado prácticamente en una red integral porque abarca precios y valores. De hecho se ha convertido en este momento en uno de los ejercicios sociales de mayor relevancia mundial. Lo que demuestra una vez más que la cuenta de resultados es capaz de doblegar prédicas que parecían irrebatibles.
Pocos argumentos es necesario exponer para justificar estas afirmaciones. En el plano político, la FIFA está integrada por un número mayor de Estados que la ONU, o que, si fue capaz de provocar una guerra de Estados cuando la triste convulsión entre Honduras y El Salvador de 1969, también lo ha sido de resolver el centenario conflicto entre Turquía y Armenia; en el ámbito literario adquirió un alto prestigio social cuando afamados escritores, incluido algún premio Nobel, se ocuparon de analizarlo y enaltecerlo; en el arte valga la confesión de Gonzalo Suárez de que “Chillida me dijo que había aplicado a su escultura nociones sobre el espacio aprendidas del fútbol”; los colores de los grandes clubes han llegado a vencer el dominio universal y cósmico de la Coca Cola hasta en la plena selva; también el repiqueteo permanente que producen las plantillas de los medios de comunicación, de las que casi el cincuenta por ciento están dedicadas al deporte y especialmente al fútbol... Y nadie duda de que Sudáfrica será este verano la capital del mundo.
Este crecimiento en cantidad y peso económico es objetivo y verificable como lo es que los éxitos deportivos, y en especial los futbolísticos, son una fuente de energía económica para las sociedades en cuyo seno se producen. Beneficios económicos directos, que naturalmente son los que primero se aprecian por su inmediatez y para los que vale la cuenta de la vieja. Junto a ellos, otros indirectos pero tan eficaces y, por último, bienes intangibles, propios o derivados, en que se traducen la fama y el manejo de valores culturales.
Pero además de ir creciendo en cantidad y volumen de gestión, de ir creando por doquier riqueza y soberanía (el Financial Times reconocía no hace mucho que los gobiernos ya han comprobado su poder creciente), esa actividad llamada fútbol, en toda su complejidad, ha trastocado, anulado y creado un buen conjunto de marcadores sociales ante los que apenas es posible, e inteligente, abstraerse; ha sabido modificar la realidad; y adaptarse a las variables, incluso ideológicas, que gobiernan el mundo: tanta importancia en nuestro esquema mental ha adquirido el fútbol que Vicente Verdú sugiere que se ha convertido en un atajo democrático hacia la felicidad. ¿Qué es en definitiva lo que vende el fútbol? Simplemente goles, es decir, emociones y sentimientos, pasiones, angustias, sugestión, embeleso... Y todo eso forma parte de lo que llama la tercera fase del capitalismo, el virtual, es decir, un negocio en el que al cliente no se le entregan objetos materiales y visibles (lavadoras o paraguas) sino que se le ofrece simplemente felicidad, satisfacción, gozo, deleite y complacencia, aunque luego no siempre se consiga.
Ello no quiere decir que el sistema fútbol sea, por supuesto, la panacea de la civilización actual pero de la misma forma que no es razonable ponderarlo más allá del sitio que ocupa en el engranaje social, tampoco se le puede menospreciar metiéndolo en un rincón como si fuese una actividad y un sistema marginal y menor. Ni sacralizarlo ni demonizarlo porque ambas posiciones son poco consistentes y en verdad derrochadoras.
En líneas generales este es el marco social, político, axiológico y económico en el que tenemos que entender una entidad nuestra llamada Real Jaén. Aunque más humilde que los grandes imperios futbolísticos presentes en la Bolsa, como más modesta y sin duda más humana por cercana y afectiva es nuestra realidad jaenera, las claves de su existencia encierran el mismo lenguaje del fenómeno universal del fútbol. A lo que hay que añadir, para poner las cosas en sus términos adecuados, que con casi noventa años de vida (cuando nuestros abuelos o nuestros bisabuelos) es, probablemente, una de las instituciones con más carga legendaria de afectos, de recuerdos, de símbolos y de testimonios de la historia de nuestra ciudad y provincia desde principios del siglo XX. Un sello de decenas de años que le confiere la dignidad de ser síntoma de lo que hemos sido, lo que somos y lo que queremos ser.
Porque después de un amancebamiento tan prolongado, Jaén y Real Jaén (junto con algunas otras pocas instituciones que también pueden fardar de haber llevado el peso de nuestro andar en los raíles de los años) forman una síntesis del capital humano que hemos sido capaces de producir entre todos. Por eso si uno se engancha a reflexionar sobre el alcance que pudiera tener su posible desaparición, la respuesta resulta obligadamente unívoca: por supuesto que no se sentiría alterado el equilibrio cósmico. Cayó el Imperio Romano y el Austrohúngaro y hasta los turcos después de más de seiscientos años y el mundo sigue como si tal cosa. Pero, si sucumbiera, se perdería toda la épica acumulada durante casi noventa años y no podrían sonar en nuestros oídos, como en las bellas Odas triunfales del poeta griego de las victorias deportivas Píndaro, los versos en los que los vencedores se abrazaban en un canto de fusión gloriosa con las ciudades que les habían visto nacer y crecer. Y a las gestas de Arregui con su pañuelo o al gol de Abelardo al Barcelona a los pocos minutos de empezar el segundo tiempo (incluso la referencia precisa de haber sido el equipo con el que se abrió el Camp Nou en partido oficial) habría que añadirle la cantinela de que aquel ciclo ya se cerró como el viejo campo de La Victoria. No habría tsunami interoceánico pero, como ha pasado por su peso histórico de ser un club deportivo más o menos popular a convertirse en elemento integrante de la columna de nuestro ser jaenero, algo de nuestro ánimo colectivo se evaporaría para siempre. (Ojalá que otros clubes históricos de nuestra tierra rescataran los recuerdos de sus gestas deportivas. Pero ello es compatible con que el Real Jaén reúna la virtualidad de ser referencia afectiva de tantos jiennenses de la provincia que acuden a ver fútbol de categoría superior).
Y como consecuencia afectiva de esa deriva añeja y casi legendaria, el fútbol, y el Real Jaén en nuestro caso, se transforman en agentes que gestionan la identidad de grupo y ofrecen también valores internos de vertebración social. No sólo atraen miles de personas en un fin de semana (pocas entidades tienen esa capacidad de convocatoria recurrente) sino que lo provocan con un sentido unitario, de concurrencia en una emoción y un sentimiento compartidos.
Por otra parte, desde luego que es difícil precisar los beneficios económicos que un Real Jaén en plena gloria podría acarrear a la sociedad jiennense en general. Ya hubo quien lo hizo el año pasado y puede que con buen tino pero de todas formas habrá de reconocerse que esa cuenta de resultados tiene muchas dificultades para contabilizar lo que supondrían los efectos indirectos derivados de estar en plena actualidad informativa. Con un nombre sonando a cada rato en los medios de comunicación (desde las quinielas hasta los álbumes de estampas), no sería difícil escuchar que “ya que pasamos por aquí ¿por qué no nos detenemos un rato y de camino vemos la catedral, o compramos aceite...?” Pero esos son bienes intangibles, culturales y por tanto afortunadamente alérgicos a lo cuantitativo, que el ánimo no se mide por escalas de puntos. Vender la marca “Jaén” de manera natural, simplemente metiéndose en el engranaje informativo, es un arte y una capacidad que sólo tienen a su alcance entidades singulares a las que el mercado ha dado carta blanca.
Lo que deriva de todo lo anterior es la exigencia del compromiso colectivo para mantener y fortalecer a las corporaciones sociales que, por una parte, identifican al grupo y, por otra, producen beneficios de diversa índole y condición a la comunidad. Pero sería un error de metodología hacer cargar la responsabilidad exclusivamente en algún sector, por privilegiado que parezca. Los proyectos comunes, como este del Real Jaén y otros de mucho mayor o menor calado sólo crecen si cada uno colabora en su ámbito de competencias. ¿Cómo se va a vender nuestra mejor riqueza si al que viaja fuera de nuestra tierra nunca se le ocurre pedir en los restaurantes a los que acude “aceite de Jaén”?
También los poderes públicos tienen su tarea que hacer porque en este terreno es simplista y escasa consistencia, también ideológica, plantear que “hay dar una subvención o un cheque a un club de fútbol”. Dicho o concebido de esta manera es lógico que incluso produzca pudor, con las dificultades que se están viviendo. Pero el tema no es siquiera si se trata de dinero público. La pregunta podría concretarse en cuál es el lugar que debe ocupar entre los bienes colectivos a promocionar un club de fútbol que reúna unas condiciones de referencia social como de las que en este momento disfruta, por ejemplo, el Real Jaén. ¿Claro que hay diversos rangos de iniciativas para la promoción de la tierra! La sabiduría está en encajar en su justo sitio no ya el fútbol sino cada actividad concreta en función del rendimiento económico y social que produzca.
Invertir en el equipo, como en otras diversas iniciativas populares, es hacerlo en promoción de la ciudad, una obligación tanto de los poderes públicos como de toda la colectividad. En su justo medio desde luego pero es un síntoma preocupante no ya la falta de recursos sino sobre todo la soledad ambiental en que viven los responsables. Cuando el apoyo moral es gratuito y sólo requiere una buena dosis de afecto y comprensión. ¿Tendrá esa situación algún paralelismo con la no celebración de algunas verbenas populares?
Desde hace unas décadas el contenido del PIB está puesto en cuestión. Expertos en relaciones humanas le achacan carencias de importancia como que no refleje, a pesar de su carácter totalizador e incluso de la incidencia económica que tienen en el consumo y en la productividad, aspectos básicos y decisivos de la vida de los seres humanos relacionados con el bienestar social, las alegrías del espíritu o el juego dialéctico de incautos y tramposos. Los atascos de tráfico, un ejemplo que se suele citar en este caso, lo incrementan como resultado de un mayor consumo de gasolina pero no contribuyen a mejorar ni la calidad de vida ni la del aire, índices primordiales que el PIB no refleja. Algunos han empezado a sustituirlo como escala de valores por el FIB que significa “Felicidad Interior Bruta”. ¿Habrá tenido algo que ver con esa tendencia la FIFA? Ya se lo reprochó don Quijote a Sancho: “¡qué poco sabes de achaques de caballería!”.
Cuando Alemania organizó en el año 2006 el Campeonato Mundial de Fútbol, se hizo opinión común que ese proyecto había servido para mostrar un país en forma, incrementar el número de turistas, estimular el consumo y ofrecer la oportunidad de poner de moda el “made in Germany”; incluso analistas bancarios estimaron que podía suponer un incremento del PIB de un 0,25%, o hasta un 0,33% según la Cámara de Industria y Comercio del país. También cuando España ganó la Eurocopa se hicieron observaciones sobre el aumento de la vida comercial derivado de esa victoria futbolística. Y entre nosotros afloró este enfoque el año pasado cuando, a punto de ascender el Real Jaén, aparecieron en los medios de comunicación datos de la posible rentabilidad en la diversa vida económica de Jaén, que se llegaron a concretar en 600.000 euros. “El ascenso del Real Jaén a Segunda, se dijo, tiene un gran impacto desde el punto de vista social y económico, ya que estamos hablando de un deporte que se ha convertido en un fenómeno de masas”. Aparte de ello “la posibilidad de pasear el nombre de Jaén por toda España aprovechando el gran tirón mediático de la competición es un beneficio que posiblemente no se note en el corto plazo, pero que sí puede reportar réditos en el futuro a la marca ‘Jaén’, lo que sin duda quedaría muy mejorado en el caso de ascenso a la Primera División”. El reconocimiento de esa realidad social y económica relacionada con el fútbol pone de relieve que lo que, con una mirada simplista, puede parecer un juego más o menos importante y famoso, de emociones súbitas pero fugaces, es de hecho un fenómeno de totalidad, un sistema social completo y multidisciplinar, hermano y compañero de tantos otros sistemas con los que hemos organizado nuestra vida en común. Sean más o menos precisas las cantidades sugeridas más arriba como dividendo neto de la actividad futbolística, la realidad es que se ha abierto un nuevo panorama existencial y teórico del fútbol, que conocemos y vivimos, disfrutamos y sufrimos.
Demonizado durante mucho tiempo como un alienante espectáculo de masas al servicio de poderes deshonestos y que en consecuencia servía de factor disuasorio para cualquier compromiso social, político o ético, el denostado iba captando y dominando cada vez con más fuerza la conciencia, y el bolsillo, de los ciudadanos de todo el planeta. Mientras que se oían una y otra vez esos implacables sermones, un poco recordando al Pangloss de Cándido, el fútbol se ha ido colando por todos los poros sociales, se ha adueñado de la vida pública y se ha transformado prácticamente en una red integral porque abarca precios y valores. De hecho se ha convertido en este momento en uno de los ejercicios sociales de mayor relevancia mundial. Lo que demuestra una vez más que la cuenta de resultados es capaz de doblegar prédicas que parecían irrebatibles.
Pocos argumentos es necesario exponer para justificar estas afirmaciones. En el plano político, la FIFA está integrada por un número mayor de Estados que la ONU, o que, si fue capaz de provocar una guerra de Estados cuando la triste convulsión entre Honduras y El Salvador de 1969, también lo ha sido de resolver el centenario conflicto entre Turquía y Armenia; en el ámbito literario adquirió un alto prestigio social cuando afamados escritores, incluido algún premio Nobel, se ocuparon de analizarlo y enaltecerlo; en el arte valga la confesión de Gonzalo Suárez de que “Chillida me dijo que había aplicado a su escultura nociones sobre el espacio aprendidas del fútbol”; los colores de los grandes clubes han llegado a vencer el dominio universal y cósmico de la Coca Cola hasta en la plena selva; también el repiqueteo permanente que producen las plantillas de los medios de comunicación, de las que casi el cincuenta por ciento están dedicadas al deporte y especialmente al fútbol... Y nadie duda de que Sudáfrica será este verano la capital del mundo.
Este crecimiento en cantidad y peso económico es objetivo y verificable como lo es que los éxitos deportivos, y en especial los futbolísticos, son una fuente de energía económica para las sociedades en cuyo seno se producen. Beneficios económicos directos, que naturalmente son los que primero se aprecian por su inmediatez y para los que vale la cuenta de la vieja. Junto a ellos, otros indirectos pero tan eficaces y, por último, bienes intangibles, propios o derivados, en que se traducen la fama y el manejo de valores culturales.
Pero además de ir creciendo en cantidad y volumen de gestión, de ir creando por doquier riqueza y soberanía (el Financial Times reconocía no hace mucho que los gobiernos ya han comprobado su poder creciente), esa actividad llamada fútbol, en toda su complejidad, ha trastocado, anulado y creado un buen conjunto de marcadores sociales ante los que apenas es posible, e inteligente, abstraerse; ha sabido modificar la realidad; y adaptarse a las variables, incluso ideológicas, que gobiernan el mundo: tanta importancia en nuestro esquema mental ha adquirido el fútbol que Vicente Verdú sugiere que se ha convertido en un atajo democrático hacia la felicidad. ¿Qué es en definitiva lo que vende el fútbol? Simplemente goles, es decir, emociones y sentimientos, pasiones, angustias, sugestión, embeleso... Y todo eso forma parte de lo que llama la tercera fase del capitalismo, el virtual, es decir, un negocio en el que al cliente no se le entregan objetos materiales y visibles (lavadoras o paraguas) sino que se le ofrece simplemente felicidad, satisfacción, gozo, deleite y complacencia, aunque luego no siempre se consiga.
Ello no quiere decir que el sistema fútbol sea, por supuesto, la panacea de la civilización actual pero de la misma forma que no es razonable ponderarlo más allá del sitio que ocupa en el engranaje social, tampoco se le puede menospreciar metiéndolo en un rincón como si fuese una actividad y un sistema marginal y menor. Ni sacralizarlo ni demonizarlo porque ambas posiciones son poco consistentes y en verdad derrochadoras.
En líneas generales este es el marco social, político, axiológico y económico en el que tenemos que entender una entidad nuestra llamada Real Jaén. Aunque más humilde que los grandes imperios futbolísticos presentes en la Bolsa, como más modesta y sin duda más humana por cercana y afectiva es nuestra realidad jaenera, las claves de su existencia encierran el mismo lenguaje del fenómeno universal del fútbol. A lo que hay que añadir, para poner las cosas en sus términos adecuados, que con casi noventa años de vida (cuando nuestros abuelos o nuestros bisabuelos) es, probablemente, una de las instituciones con más carga legendaria de afectos, de recuerdos, de símbolos y de testimonios de la historia de nuestra ciudad y provincia desde principios del siglo XX. Un sello de decenas de años que le confiere la dignidad de ser síntoma de lo que hemos sido, lo que somos y lo que queremos ser.
Porque después de un amancebamiento tan prolongado, Jaén y Real Jaén (junto con algunas otras pocas instituciones que también pueden fardar de haber llevado el peso de nuestro andar en los raíles de los años) forman una síntesis del capital humano que hemos sido capaces de producir entre todos. Por eso si uno se engancha a reflexionar sobre el alcance que pudiera tener su posible desaparición, la respuesta resulta obligadamente unívoca: por supuesto que no se sentiría alterado el equilibrio cósmico. Cayó el Imperio Romano y el Austrohúngaro y hasta los turcos después de más de seiscientos años y el mundo sigue como si tal cosa. Pero, si sucumbiera, se perdería toda la épica acumulada durante casi noventa años y no podrían sonar en nuestros oídos, como en las bellas Odas triunfales del poeta griego de las victorias deportivas Píndaro, los versos en los que los vencedores se abrazaban en un canto de fusión gloriosa con las ciudades que les habían visto nacer y crecer. Y a las gestas de Arregui con su pañuelo o al gol de Abelardo al Barcelona a los pocos minutos de empezar el segundo tiempo (incluso la referencia precisa de haber sido el equipo con el que se abrió el Camp Nou en partido oficial) habría que añadirle la cantinela de que aquel ciclo ya se cerró como el viejo campo de La Victoria. No habría tsunami interoceánico pero, como ha pasado por su peso histórico de ser un club deportivo más o menos popular a convertirse en elemento integrante de la columna de nuestro ser jaenero, algo de nuestro ánimo colectivo se evaporaría para siempre. (Ojalá que otros clubes históricos de nuestra tierra rescataran los recuerdos de sus gestas deportivas. Pero ello es compatible con que el Real Jaén reúna la virtualidad de ser referencia afectiva de tantos jiennenses de la provincia que acuden a ver fútbol de categoría superior).
Y como consecuencia afectiva de esa deriva añeja y casi legendaria, el fútbol, y el Real Jaén en nuestro caso, se transforman en agentes que gestionan la identidad de grupo y ofrecen también valores internos de vertebración social. No sólo atraen miles de personas en un fin de semana (pocas entidades tienen esa capacidad de convocatoria recurrente) sino que lo provocan con un sentido unitario, de concurrencia en una emoción y un sentimiento compartidos. Por otra parte, desde luego que es difícil precisar los beneficios económicos que un Real Jaén en plena gloria podría acarrear a la sociedad jiennense en general. Ya hubo quien lo hizo el año pasado y puede que con buen tino pero de todas formas habrá de reconocerse que esa cuenta de resultados tiene muchas dificultades para contabilizar lo que supondrían los efectos indirectos derivados de estar en plena actualidad informativa. Con un nombre sonando a cada rato en los medios de comunicación (desde las quinielas hasta los álbumes de estampas), no sería difícil escuchar que “ya que pasamos por aquí ¿por qué no nos detenemos un rato y de camino vemos la catedral, o compramos aceite...?” Pero esos son bienes intangibles, culturales y por tanto afortunadamente alérgicos a lo cuantitativo, que el ánimo no se mide por escalas de puntos. Vender la marca “Jaén” de manera natural, simplemente metiéndose en el engranaje informativo, es un arte y una capacidad que sólo tienen a su alcance entidades singulares a las que el mercado ha dado carta blanca.
Lo que deriva de todo lo anterior es la exigencia del compromiso colectivo para mantener y fortalecer a las corporaciones sociales que, por una parte, identifican al grupo y, por otra, producen beneficios de diversa índole y condición a la comunidad. Pero sería un error de metodología hacer cargar la responsabilidad exclusivamente en algún sector, por privilegiado que parezca. Los proyectos comunes, como este del Real Jaén y otros de mucho mayor o menor calado sólo crecen si cada uno colabora en su ámbito de competencias. ¿Cómo se va a vender nuestra mejor riqueza si al que viaja fuera de nuestra tierra nunca se le ocurre pedir en los restaurantes a los que acude “aceite de Jaén”?
También los poderes públicos tienen su tarea que hacer porque en este terreno es simplista y escasa consistencia, también ideológica, plantear que “hay dar una subvención o un cheque a un club de fútbol”. Dicho o concebido de esta manera es lógico que incluso produzca pudor, con las dificultades que se están viviendo. Pero el tema no es siquiera si se trata de dinero público. La pregunta podría concretarse en cuál es el lugar que debe ocupar entre los bienes colectivos a promocionar un club de fútbol que reúna unas condiciones de referencia social como de las que en este momento disfruta, por ejemplo, el Real Jaén. ¿Claro que hay diversos rangos de iniciativas para la promoción de la tierra! La sabiduría está en encajar en su justo sitio no ya el fútbol sino cada actividad concreta en función del rendimiento económico y social que produzca.
Invertir en el equipo, como en otras diversas iniciativas populares, es hacerlo en promoción de la ciudad, una obligación tanto de los poderes públicos como de toda la colectividad. En su justo medio desde luego pero es un síntoma preocupante no ya la falta de recursos sino sobre todo la soledad ambiental en que viven los responsables. Cuando el apoyo moral es gratuito y sólo requiere una buena dosis de afecto y comprensión. ¿Tendrá esa situación algún paralelismo con la no celebración de algunas verbenas populares?
Desde hace unas décadas el contenido del PIB está puesto en cuestión. Expertos en relaciones humanas le achacan carencias de importancia como que no refleje, a pesar de su carácter totalizador e incluso de la incidencia económica que tienen en el consumo y en la productividad, aspectos básicos y decisivos de la vida de los seres humanos relacionados con el bienestar social, las alegrías del espíritu o el juego dialéctico de incautos y tramposos. Los atascos de tráfico, un ejemplo que se suele citar en este caso, lo incrementan como resultado de un mayor consumo de gasolina pero no contribuyen a mejorar ni la calidad de vida ni la del aire, índices primordiales que el PIB no refleja. Algunos han empezado a sustituirlo como escala de valores por el FIB que significa “Felicidad Interior Bruta”. ¿Habrá tenido algo que ver con esa tendencia la FIFA? Ya se lo reprochó don Quijote a Sancho: “¡qué poco sabes de achaques de caballería!”.