Panfleto íntimo y extremo

Alertaba el martes pasado José Luis Pardo desde las páginas de El País — “La casa (digital) de los pobres”— de que nuestra forma de vivir privada reproduce el modelo que le procuran nuestros escenarios públicos.

    09 may 2014 / 22:00 H.

    Porque el maestro apuntaba que próximamente explorará la paradoja desde la óptica de la intimidad, viene aquí, en su espera, este apunte, alejado del subjetivismo del yo o del mi para situarse tras el objetivo del me o del conmigo —de acuerdo, ay, con mi querido Paco Salas. Sí: ser dueño de uno mismo obliga a distanciarse del yo racional que a todos nos impone el pensamiento hegemónico, imaginario que si sitúa lo privado en la esfera del ocio particular y lo público en la del negocio colectivo con visos de oficial, esconde que lo público es el combustible ideológico que mueve lo privado —marca identitaria aparentemente singular impresa por el sistema en todo yo para paralizarlo en su ámbito modélico (el suyo, que no el del yo), i. e.:  en esa procacidad que estando siempre cortada a semejanza de su nauseabundo mundo, se la transfiere a la del mal gusto de cualquier ñoña vida privada, burguesa, obrera o mediopensionista. Sin más preámbulo ahora que recordar aquello que decía Tristan Tzara acerca de que los dos únicos géneros realmente existentes son el poema y el panfleto, pongamos ya encima del tapete los conceptos íntimo y extremo: dos adjetivos en grado superlativo —de interno y externo respectivamente—, que operan dentro del territorio de lo sagrado y no se dejan pensar exclusivamente desde la razón, ya que se acomodan a las coordenadas de lo humano, el primero, y a las de lo social, el segundo. En efecto: íntimo remite a lo real de nuestras emociones vitales, a la naturaleza de nuestro ser, a sus atributos sensibles más recónditos; mientras que extremo afecta, por su parte, a lo real de las experiencias del mundo, a la historia de la comunidad, a su devenir a lo largo del tiempo. Íntimo y extremo: dos conceptos, en fin, que al ser informes expresan contenidos latentes y se oponen a privado y público, términos, por su parte, formalizados porque encierran contenidos no solo manifiestos sino incluso profanados por los usos que resacralizan las leyes. Purifiquemos tanto lo privado que es asistido por lo público hegemónico cuanto lo público que gestionan los gestores privados sin fronteras: así podremos adentrarnos en los límites de nuestro ser, en lo que íntimamente nos conforma, en aquello que toda persona posee cuando lo comparte, y expandirnos, además, por las afueras que nos configuran como ciudadanos, por lo que nos singulariza como individuos diferentes pero políticamente iguales, por el tiempo íntimo de un relato más justo. Rehumanicémonos dentro de un mundo menos alienado: repararemos no solo en nuestra naturaleza íntima, en ese nihilismo reaccionario que creímos haber elegido pero nos fue impuesto también por el capitalismo simpático de hace poco, sino también en nuestra historia extrema, en lo que nos extremamos en ocultar: la servidumbre propia del neofeudalismo al que todos contribuimos sin cuestionarnos la mitología del progreso, su civilización fallida, su terror a la verdad. Sí: objetivemos el vacío de una subjetividad que no nos pertenece y desobjetivemos el discurso de una historia atestada de víctimas pero presa de la maldición del silencio.