Orgullo de hablar andaluz
De aquel individuo de triste memoria que se llamó Millán-Astray, nos han quedado bastantes hechos de sangre y algunas frases que lo siguen retratando como un hombre primario, cercano al analfabetismo funcional. Me he acordado hoy de una de ellas (“Cuando oigo la palabra cultura, saco la pistola”) a propósito de algo que me sucede a mí, aunque en un sentido infinitamente más benévolo, al escuchar palabras alargadas con inútil pedantería.
No es que yo saque ninguna pistola, pero sí me salta una instintiva señal de alerta al oír “problemática”, en lugar de “problemas” o, por ejemplo, “analítica” en lugar de “análisis”. Las segundas de las anteriores parejas son palabras con sílabas parásitas, pues no hacen avanzar el significado con respecto a las primeras sino que simplemente estiran los sonidos con hinchada presunción.
Uno de los principales orgullos que siento de hablar andaluz proviene de que nuestro dialecto está marcado por la tendencia contraria a la que he apuntado arriba. Hablamos los andaluces siguiendo el gran nervio de la evolución de la lengua que no es sino la ley de la economía expresiva, un descargarse de dificultades fonéticas, achicar agua, limar consonantes y decir lo máximo de significados con el mínimo esfuerzo articulatorio. Esta tendencia hace del andaluz un dialecto más evolucionado que las otras lenguas de la Península, situándolo en un escalón históricamente superior, como si viviéramos en el futuro de la lengua castellana, y sus eses, que se demoran segando el aire, y el cartón piedra de sus otras consonantes se hubieran hecho brisa en nuestras bocas.
Pero lo más destacable de nuestro modo de hablar es que jamás decimos “la dije”, ni “lo caí”, ni “le vi” (aunque este uso haya tenido que admitirlo a la fuerza la Academia). Es decir, no somos ni laístas ni leístas ni loístas. O, dicho de otro modo, hemos conservado la columna vertebral de cualquier lengua, la limpieza del pensamiento, que se expresa con las funciones sintácticas, sin pervertir algo tan esencial como el modo de expresar nuestra forma de relacionarnos con la realidad.
El orgullo de hablar andaluz reside en saber que se está utilizando el mejor castellano posible, después de haberle quitado lastre a los sonidos mientras se conservaba su precisión para nombrar el mundo. Sin embargo, tenemos atrás una historia de un pueblo rural, de jornaleros sin trabajo y sin escuela que, a falta de la fijeza de la escritura, han heredado la lengua a través de la inseguridad del oído y esto ha hecho que abunden los vulgarismos en nuestro dialecto. Es esa vacilación de sonidos, que corrompe las palabras, la que en gran parte se ha enmendado ya con la alfabetización y se sigue corrigiendo con el sistema educativo y con el espejo de los que hablan un andaluz culto.
Cuando nos hagamos cargo de que nuestro dialecto posee la exacta flexibilidad de un habla que ha invertido los papeles, y en muchos casos se comporta no como hijo sino como padre del castellano, asumiremos el tamaño justo de nuestro orgullo.
Salvador Compán es escritor