Oda al empleado público
No soy funcionaria, pero me irrita lo metepatas e inoportunos que pueden llegar a ser los típicos y abundantes chistes y memeces que proliferan, en toda reunión informal, sobre el trabajador público. Me consta que éste, una y otra vez, intenta armarse de paciencia, a la espera de que, en cualquier momento, salte a la palestra algún otro colectivo, sobre el que desahogar las envidias y las irreverencias de los demás.
Pero me parece comprensible que, hartos de ser objeto de todo tipo de chascarrillos, la resignación y la tolerancia terminen, finalmente, por irse al traste. Y, para colmo de penas, en la búsqueda social de cabezas de turco, se ha pasado, de hacerlos diana del comentario gracioso de turno, a demonizarlos como si fueran responsables del caos económico que soportamos. Mientras tanto, oculto a los ojos y a la sabiduría de los demás, quedan aquellos largos años en los que, estos funcionarios y funcionarias, se dejaron media juventud delante de un flexo y un buen puñado de temas por estudiar. Cuánto sacrificio supuso, para muchos de ellos, privarse de la compañía de los hijos o del familiar que, finalmente, terminó por irse. Cuantos cumpleaños y aniversarios sin celebrar. Cuanta lucha contra la incertidumbre. Cuantas luces de opositores, a las cuatro de la mañana, antes de que comiencen sus otras jornadas laborales. Ayer, como hoy, cada uno arrastra la historia y la vida que quiere y que puede, pero no es sano, justo ni prudente achacar la desidia, la ociosidad o la apatía de uno o varios individuos, a un colectivo entero. ¿Qué sería, sino, del gremio de la abogacía, de la medicina, de la judicatura, del policial o del eclesiástico?
Manuela Ruiz es abogada