No maten a Voltaire

La Francia cuna de la ilustración y defensora de los derechos humanos vivió un brillante siglo XVIII. El llamado siglo de las luces supuso un terremoto moral y político que desembocó en la Revolución Francesa y la demolición más o menos controlada del antiguo régimen en Europa.

    14 ene 2015 / 11:45 H.

    Una figura imprescindible para entender dicho siglo es la del escritor, historiador, filósofo y abogado francés François Marie Arouet , más conocido como Voltaire. Pocas personalidades han demostrado mayor viveza intelectual y capacidad crítica que este gigante del pensamiento. Su biografía es una amalgama de peripecias vitales donde no faltan todo tipo de vicisitudes en forma de duelos, arrestos o destierros mientras construía una extensa obra literaria y filosófica que lo encumbraban como uno de los opinantes más cualificados de su tiempo. Muy influenciado por autores como Bacon, Newton o Locke defendía la libertad de pensamiento, la tolerancia y la justicia como instrumentos superadores de la ignorancia, el dogmatismo y las supersticiones de toda índole. Sus grandes aliados fueron el verbo fácil y una pluma bien afilada. Utilizó con maestría la ironía y el sarcasmo, algo que no le ahorró enemigos pero que lo encumbró como uno de los mayores defensores de la libertad de expresión de todos los tiempos. Tan solo unos días después de los terribles hechos que golpearon París conviene recordar que la libertad de expresión debe protegerse como un derecho inherente al ser humano incluida su vertiente más ácida como es la sátira. El semanario francés Charlie Hebdo, digno heredero del Voltaire más irreverente, no ha renunciado a mantener esa higiénica costumbre que supone la crítica mordaz hacia cualquier estamento religioso o de poder. Las atroces consecuencias que sufrieron por ser coherentes con estos ideales nos deben reafirmar en la convicción de que blindar nuestras libertades individuales es la mejor vacuna contra la autocensura, de forma que la sociedad pueda mantener su espíritu crítico,      su cuestionamiento permanente y, por tanto, su desarrollo.  Javier Morallón.