“No lo vi y no fui consciente de que había atropellado a un hombre”

Rafael L. R. lo repitió una y otra vez: “No lo vi, no lo vi”. “Ojalá lo hubiera visto, lo hubiera esquivado, pero no lo vi”, insistió en sus explicaciones desde el banquillo de los acusados.

17 abr 2015 / 10:08 H.

En la misma sala y apenas dos metros detrás de él, fruncía el ceño, en un evidente gesto de dolor, la viuda del maestro mortalmente atropellado en la mañana del pasado 15 de diciembre en un paso de peatones. Teresa Olmo quiso estar presente en la declaración del hombre que acabó con la vida de José Luis Castellanos López, su marido. La Justicia debe dictaminar si lo ocurrido aquella mañana lluviosa y gris se debió a la temeridad de un conductor que incumplió varias normas tras estar toda una noche de juerga o fue el resultado de “un fortuito y desgraciado accidente”, tal y como lo calificó el propio Rafael L. R. en su derecho a decir la última palabra. Una postrera intervención en la que también quiso pedir perdón a la familia por lo ocurrido.

La declaración del acusado, que está en prisión preventiva desde que ocurrieron los hechos, se ciñó al guion inicialmente previsto. Este joven vecino de la capital, de 27 años, remataba con dos de sus amigos toda una noche de farra. A las siete menos cuarto de la mañana, Rafael L. R. se llevó por delante a José Luis Castellanos, un maestro de 49 años que se dirigía a su trabajo en el Colegio Santo Tomás, cruzando por un paso de peatones en la calle Juan Montilla. El acusado negó haber cometido irregularidad alguna al volante aquella madrugada: “No circulaba deprisa, a 50 más o menos porque iba en segunda”, dijo para contestar a la Fiscalía, quien sostiene que iba a una “velocidad inadecuada”. También rechazó haber consumido alcohol: “Ni una gota”, aclaró, con cierta vehemencia, pese a que su grupo de amigos vació una botella de whisky aquella noche de fiesta. Y, por último, Rafael L. R. aseguró con insistencia que vio “un destello verde”, sin saber precisar si el reflejo era de la luz de paso de peatones: “Todavía hoy, pienso que no me salté el semáforo en rojo”, contestó, a preguntas de su defensa. “No vi ningún reflejo rojo. Me hubiera detenido de haberlo visto”, repitió a modo de cantinela: “Noté un impacto muy fuerte y vi que la luna se había roto. Sentí un porrazo, pero no supe lo que era”, relató para describir el momento del atropello. Y añadió: “No fui consciente de nada. Los cristales iban muy empañados, no se veía nada y no sé contra qué impacté”.

La pregunta era obvia: Si no había bebido, si circulaba correctamente, si no se saltó el semáforo... ¿por qué se marchó del lugar sin ni siquiera detenerse? “Estaba aterrorizado. Me dio pánico. Solo pensé en ir a mi casa y contárselo a mi padre”, respondió a la cuestión que le planteó el abogado de la familia.

Apenas doscientos metros más adelante, uno de sus acompañantes tiró del freno de mano del Mitsubishi Carisma de color gris que conducía el acusado. Los dos ocupantes del coche se bajaron y huyeron a la carrera. Rafael L. R. siguió su camino: “Me puse todavía más nervioso. Estaba como en shock”, justificó. A continuación, guardó el automóvil en la cochera de su casa, ubicada en una urbanización de Jabalcuz. Una maniobra con la que, según la Policía, trataba de dificultar la investigación: “Esa era mi costumbre, no lo iba a dejar en la calle”, rechazó el procesado. Siete horas después de los hechos, cuando la Policía ya lo había identificado y había contactado con su progenitor, el acusado se entregó en la Comisaría.

Rafael L. R. rechazó haber amenazado a los jóvenes que iban en el vehículo para que no contasen nada. “No soy conflictivo. Solo quería irme a mi casa, para tranquilizarme, respirar profundo y calmar los nervios”. Para entonces, la viuda de José Luis Castellano ya había roto a llorar un par de veces, al tiempo que apretaba la mano a varias personas que la acompañaban en la sala de vistas del Penal número 3. Un llanto digno y silencioso, al principio, pero que se hizo más evidente cuando Rafael L. R. se disculpó. Lo hizo cuando la juez Erika Ávila le ofreció el derecho que tiene todo acusado a pronunciar la última palabra en un juicio: “Pido perdón a la familia por el daño que les he podido hacer. Pero fue un accidente desagradable y fortuito”, dijo, de forma literal. Después, los policías que lo custodiaban lo volvieron a esposar en dirección a la cárcel, mientras su señoría declaraba el caso visto para sentencia.