Letra para una canción
En las imágenes que difundieron la mayoría de los medios, puede verse a Isabel Pantoja llevada en volandas por la policía a la salida del juicio que la condenó. Su cuerpo está desmadejado y su cara aparece conmovida por una mueca de desesperación que las enormes gafas de sol no logran ocultar. Entorno a ella, una turba de personas esgrimen los puños y abren las bocas para formar el grito: voces airadas que bien la insultan o bien, como quien jalea a una Dolorosa, le chillan guapa.
Independientemente de que las personas que la esperaban estaban de más porque querían ejercer a gritos una justicia que ya estaba hecha con argumentos, es posible ver en esa foto el final de un modo de corrupción que, con sus aires bufos y su cutrez de posguerra, ha halagado la sentimentalidad de un pueblo para mejor esquilmarlo.
Quiero decir que la manera de robar el dinero público de Gil y toda la negra camada que dejó en Marbella parece salida de una sociedad preindustrial, donde los saqueadores se comportaban como patriarcas castizos y los saqueados como mitómanos agradecidos al poder que les robaba. Todos esos hijos menores de Berlusconi tenían tal seguridad en su impunidad y en la inocente incultura de los vecinos a los que expoliaban que ni siquiera guardaban demasiado las apariencias. Les bastaba con ser toscos, enterizos, marianos y ultraespañoles. Les bastaba con ponerle a los mayores engaños una piel de sinceridad, hablar con el corazón en la mano, prodigar elogios a la bondad y a la alegría, y fabricar con todo ello el enorme pedestal del populismo donde se subieron para ser aclamados por la ingenuidad de sus víctimas. Con este bagaje, no es extraño que en los juicios en los que fueron condenados hubiera dos lenguajes incompatibles. Por un lado, el lenguaje de la justicia que expresaba datos, hablaba con fría objetividad y utilizaba palabras como malversación, blanqueo, cohecho o prevaricación. Por otro, las respuestas de los acusados que seguían llamando, faltaría más, al pan y al vino, vino. De ese modo, Isabel Pantoja declaraba que Julián Muñoz no tenía un duro y era ella quien lo auxiliaba. O Isabel García Marcos se atrevía a afirmar que las bolsas de euros encontradas en su domicilio eran los ahorros de toda su vida. O Maite Zaldívar hacía profesión de su sana ignorancia al querer convencer al tribunal de que ni siquiera sabía qué significaba eso del blanqueo de dinero.
Es, tal vez, el final de esta corrupción (un poco de tercer mundo, de ideas cortas y de mano larga) la que está representada en la foto de Isabel Pantoja, en la indignación de la mayoría de los que la esperaban y en los piropos de los pocos que aún confunden el estrado con el tablao. En las gafas oscuras de la cantante, podría condensarse su afán de disfrazar su inmensa vergüenza por haber contribuido a unas prácticas de robo tan burdas que, en otro país, la dejarían para siempre sin lírica para sus canciones.
Salvador Compán es escritor