La enfermedad, forma de salvación
El día 11, conmemoramos el día de la Virgen de Lourdes, el día del enfermo. Son muchas la personas, cuya vida se desarrolla bajo el signo del dolor, de la enfermedad física ó psíquica. La Virgen nos pide la aceptación del dolor, del esfuerzo diario, para unir nuestra cruz a la de Cristo.
Nos pide pensar más en los demás, y en los graves problemas que agobian a la humanidad, en estos momentos. Crisis económica, sí, pero también de valores, principios, y virtudes religiosas, morales y humanas. Dios nos acompaña en el dolor, sobre todo, cuando la incomprensión, la falta de entendimiento de los familiares, la impotencia que genera el no poder hacer nada por su curación, la propia desesperación del enfermo, se hacen más patentes. En el Salmo 91, leemos: “Me invocará el justo y yo le responderé; estaré con él en la tribulación, le libertaré y le glorificaré”. Teniendo, además, a Cristo crucificado ante nosotros, todo se dulcifica; el alma se serena, la confianza en Él se fortalece, y el sufrimiento se hace mucho más llevadero. Ante el resucitado, vemos, con la claridad de la fe, nuestra propia resurrección. El Papa Francisco nos dijo: “Os agradezco el testimonio que dais, el testimonio de paciencia, de amor de Dios, de esperanza en el Señor: !esto hace tanto bien a la Iglesia!. Vosotros “regáis” continuamente, a la Iglesia, con vuestra vida, con vuestros sufrimientos, con vuestra paciencia. Muchas gracias, os lo agradezco de veras. La Iglesia, sin los enfermos, no podría seguir adelante. Vosotros sois la fuerza de la Iglesia, vosotros sois la verdadera fuerza”. !Qué paz y qué gozo hemos de sentir ante estas palabras! !Cuánto hemos de agradecer a Dios el que se hiciera nuestra imagen visible ante los demás! !Qué consuelo el poder ofrecer nuestro sufrimiento para la remisión de nuestras culpas, para el alivio de los que sufren, y para la salvación del mundo! ! Cuántos ejemplos nos precedieron en la aceptación, sin límites, del dolor: El Santo Job, nuestro paisano, el beato Lolo, etcétera!. Y siempre, aquellas palabras de San Pablo: “Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo”.
Concepción Agustino Rueda / Jaén