La divina maldición
En el principio de los tiempos vino Dios y maldijo el trabajo con su terrible sentencia de ganarás el pan con el sudor de tu frente. Desde el principio de los tiempos, por lo tanto, el trabajo fue una maldición divina y como tal era considerado algo terrible y doloroso, una obligación esclava.
“Son cosas de Dios”, se decía la gente que, encallecida callaba, sumisa y silente. Pero como todo el mundo sabe, hasta los principios más sagrados acaban teniendo finales profanos, sólo hay que dejar que trascurra el tiempo. Estamos ante un cambio de ciclo histórico, el tan anunciado fin del mundo no es otra cosa que el derrumbe de los preceptos fundamentales de la religión judeo-cristiana. Uno de ellos es este: El trabajo se ha convertido en una bendición, la verdadera maldición es no tenerlo. Casi seis millones de españoles están deseando ser “maldecidos” con un trabajo, con tener que levantarse muy temprano para ir a trabajar, con sudar mucho para ganarse el pan. La Biblia, aparte de estar llena de muerte y de mala baba, está llena de incongruencias. El trabajo es maravilloso y no se merece llevar sobre sus espaldas la marca de la maldición bíblica. Que el trabajo podía ser algo bueno ya lo sospechábamos de niños cuando veíamos a personas que trabajaban en cosas divertidas: los músicos de la orquesta, los actores de la televisión, los escritores de cuentos, las vendedoras de helados. Sospechábamos que eran dichosos porque tenían una profesión que coincidía con su afición, pero también sabíamos que por eso mismo estaban condenados al infierno. Ahora cualquiera que tenga un trabajo, aunque no sea vocacional, aunque se sude y se sufra en exceso, aunque sea un trabajo basura, puede sentirse un privilegiado, un ser mimado, un alma tocada por el dedo caprichoso de la providencia. Algo que ni el mismo Dios se hubiera imaginado no ya al principio de los tiempos sino hace un lustro escasamente. Esta dura crisis, sus dolorosas consecuencias, los números terribles del paro en España, han hecho que el trabajo ya no sea lo que envilece al hombre sino precisamente lo contrario: la ociosidad. Cuando a uno se le impone el ocio, cuando a uno le llega la condena de estar parado, se le agria la sangre y se vuelve peligroso. A los políticos les da lo mismo, pero a Dios no. Si Dios existiera, por su propio bien, debería empezar a condenar a seis millones de españoles a ir a trabajar, así evitaría que empezaran a comerse todas las manzanas del jardín del edén. De los políticos ya no esperamos nada, pero Dios debería de sacar pronto su dedo de maldecir. Y así, como Adán, como Eva, desnudos y malditos, perdidos, réprobos, eternos desterrados del paraíso, seis millones de personas encontrarían sentido a su existencia a través de la divina maldición de tener que ir a trabajar.
Luis Foronda es funcionario