HASTA SIEMPRE

Dolores Palacios Martos siempre se desvivió por hacer felices a sus hijos, nietos y amigos

Querida abuelita: Hoy nos despertamos sin ti, en este frío día invernal, cubierto de una triste tela gris que unos juguetones rayitos de sol tratan de rasgar para lograr mostrarnos pequeños parches del cielo azul que, siempre, tras las oscuras nubes, está. Mirándolos he visto que eran tus brillantes ojillos azules los que se abrían en dos pequeños claritos. No era un tímido sol el que alumbraba, sino la luz que tú emanabas siempre, tan alegre, pintase como pintase el día. Naciste en Los Villares, en una pobre casita junto al río.

    17 ene 2009 / 23:00 H.

    Fuiste la segunda de seis hermanos y, siendo apenas una niña, dejaste tu muñeca de cartón para ganarte la vida en aquellos tiempos blanquinegros, más negros que blancos, tan cercanos para ti cuando nos los revivías y tan lejanos para los que hemos tenido una vida en otros colores. Me emociono al recordar tus ojos vidriosos contando aquella época, cuando el miedo y la hambruna eran cualidades humanas y las ratas, compañeras de mantel. Cuánta pena en tus palabras al hablar de tu adorado hermano Antonio, al que la guerra te arrebató. Me decía el otro día tu “Chata”: “Cuánta hambre nos ha quitado mi Dolores”. Y es que esa chiquilla revoltosa y risueña trabajó como toda una mujer, pidió o se las ingenió de alguna forma para que los suyos tuviesen siempre algo que echarse a la boca, y siempre sin dejar de reír, bromear y cantar. Así eras tú: un cascabel en una vida de sones tristes, pequeña de cuerpo pero inmensa de corazón.
    Ya siendo toda una mujer, conociste a mi abuelo, José Peragón, ese gran hombre de tamaño y corazón del que tan orgullosos nos sentimos su familia. Y llegaron los hijos: María Vicenta (mi querida madre), Gloria, Antonio y María del Carmen. En tu humilde hogar, primero en ese barrio tan castizo de Jaén, La Magdalena, y, después, en el pequeño pisito de Peñamefécit, nunca faltó una cama o un plato de comida para quien lo necesitara; el amor y la alegría ya las ponías tú. Después llegaron tus catorce nietos, a los que tanto has querido y ellos a ti. Y ahí seguías trabajando y luchando por tu familia; incluso ya enferma, con cuánto cariño cuidaste de tu marido. Cuánto tenemos que aprender de ti, abuela. Sé que tus últimos años han sido los más duros, de una casa a otra, sintiéndote un estorbo, con lo activa que tú siempre has sido. Perdónanos abuela si no hemos sabido entender tu enfermedad. Dicen que cuando alguien se va deja un vacío en el alma, pero no es así, ese hueco está repleto de recuerdos, de cariño y de muchas otras cosas, siempre vivirás en cada uno de nosotros ocupando tu merecido lugar. Quizás no podamos ver ese pelo blanqueado de tanta vida, o esa risa tan contagiosa, o recibir tus maternales abrazos, o besar tus trabajadas manos, o quizá sí… bastará con cerrar los ojos, sonreír y volver a pensar en ti. Recuerdas abuela cuando me hacías repetir eso del Perro de Ramón Ramírez… cuánto te costó enseñarme a pronunciar la dichosa r; o esos bingos navideños que jugábamos a medias, que yo nunca ganaba y lo hacías tú por mí, o cuando nos contabas lo del tonto de Colia, Fray Diego o la canción esa picante del alcalde. Y esa vez que tanto me emocionó verte desde los respiraderos de mi Estrella, que “hartá” de llorar. Recuerdas abuela cuando me llamabas para que subiera a verte con la excusa de que me habías guisado arroz o boquerones fritos… Recuerdas cuando… yo jamás lo olvidaré. Hasta algún día. Tu Juan.

    Eduardo Samaniego Varrilado, una paciencia infinita para convertir a un niño en periodista

    Creo que tito Eduardo quería que yo fuese futbolista, pero, sin embargo, sin él buscarlo, me hizo periodista. En la pequeña finca de mi abuela, en una zona llamada Caño Quebrao, en Jaén, cuando yo era niño, tito Eduardo organizaba trofeos colombinos o trofeos carranzas, para entretenerme y practicar él un poco de deporte. Se dejaba ganar jugando al fútbol, porque además yo vestía la camiseta blanca del Real Jaén, que él me había regalado, con el escudo cosido y recosido por mi abuela, yo era el Real Jaén y tenía que ganar y, para colmo, al final del partido, tito Eduardo me entregaba una copa de plata casi renegrida, que él abrillantaba luego adecuadamente, de las que le sobraban de su joyería, “Joyería Samaniego, calle Maestra 20, Jaén”, como anunciaban en Radio Jaén Cadena SER, sobre las ocho y diez de la tarde, y a mí me gustaba escucharlo todos los días..
    Mis padres, que viven en Madrid, me dejaban largas temporadas —cuando no había colegio— con mi abuela y con el tito Eduardo, en Jaén. El problema de tito Eduardo consistía en mantenerme quieto de cinco a nueve de la tarde, mientras la joyería permanecía abierta al público. Un día tuvo una ocurrencia: “Escribe unas cuartillas con la crónica del partido de fútbol que hemos jugado y en el que has ganado el trofeo Colombino. Yo luego te las compro por una peseta”.
    Ahí surgió una pasión fatal. Él estaba suscrito de toda la vida a Diario JAEN, por entonces “Diario provincial del Movimiento”, del que yo creo que él sólo leía las páginas de Deportes, escritas por el maestro José Villar Casanova, “Vica”. Y a las seis de la tarde me mandaba a una zapatería que había junto a Casa Donado —“Más barato, Donato”, otro anuncio de la SER de Jaén— porque a esa hora llegaba el taxi con los periódicos de Madrid. “Compra el ‘As’ y el ‘Marca’ y los leemos”, me decía. Y sin darse cuenta me envolvió en un universo tipográfico de olor a tinta impresa y buenas crónicas. Y leíamos a Antonio Valencia, Cronos, Jesús Fragoso del Toro, Gerardo García, Manuel Sarmiento Birba, Chema y, por supuesto, a Vica. “Tú sigue leyendo”, me decía cuando entraba algún cliente en la joyería o él se introducía en su tallercillo, que era como una rebotica desordenadísima, a arreglar algún reloj o sortija.
    El primer día que le entregué las cuartillas con el partido imaginario del Real Jaén, me compré con la peseta que me dio un chicle “Bazoca” en un puestecillo de chucherías que tenía una vieja junto a las puertas del cine Darymelia. Y mientras masticaba el chicle de vuelta a la joyería por la calle Maestra, me di cuenta que eso de escribir crónicas era entretenido y encima había ganado un dinerillo. El tío Eduardo arreglaba indiferente un reloj Duward —“reloj Duward”, la hora exacta”, en el anuncio de Radio Jaén— totalmente ajeno a que de su sobrino había creado un monstruo. O un periodista. Me solía llevar a la Catedral a rezar a la imagen del Abuelo, ahí es nada, Nuestro Padre Jesús. Un día, ante esa imagen, me contó que en su juventud estuvo a punto de quedarse cojo y rezó y rezó y El Abuelo terminó curándolo. Por eso fue durante tres años costalero de Nuestro Padre Jesús en Semana Santa. Y me confió: “Un día, cuando sea viejo y sufra muchos dolores, vendrá nuestro Padre Jesús para llevarme con Él y ya no me dolerá nada y seré plenamente feliz”. Era todo un personaje. Entraba en las tabernas de Casa Segunda o en El Gorrión a hablar del Real Jaén. Iba y venía por la calle Martínez Molina saludando a todo el mundo, me llevaba al teatro Cervantes a ver películas y, en los peores partidos del Jaén en tercera, confiaba en volver a verlo en Primera.
    Fue inmensamente generoso, aunque en los últimos años se quedó sin nada que dar. Incapaz de decir una mentira. Amaba la vida, a su madre viuda, a sus hermanos, a los sobrinos, a la cerveza, al fútbol y a Diario JAEN, y era solterón aunque se casó ya mayor, enamoradísimo, con ese amor infinito y desgarrador que sólo debe sentirse en la vejez. Su mujer, Encarna, murió en 2001 y desde entonces, tito Eduardo se fue petrificando.
    En estos últimos días, tito Eduardo ha estado ingresado en el sanatorio del Neveral, porque se había partido una pierna. Otra vez el puñetero dolor de las piernas. En Navidad, me pidió un calendario de Liga, para saber dónde jugaba el Real Jaén. Y lamentaba que no podía ir a la Catedral a rezar a Nuestro Padre Jesús.
    Lo extraño ocurrió hace unos días, cuando de pronto dijo que el domingo iría sin falta al estadio de La Victoria, acompañado por su madre, Encarna y Tita Aurori, porque había un interesantísimo partido del Real Jaén en Primera y que por fin reaparecía Arregui (que había muerto en un accidente de tráfico en los años 60), y ocurría que una arteria se estaba rompiendo en su cerebro, y ahora que lo están enterrando no sé qué hago yo llorando aquí, si tito Eduardo, que jamás me mintió, me había dicho en la Catedral que un día Nuestro Padre Jesús pasaría a recogerlo para quitarle todos los dolores y la soledad y hacerlo plenamente feliz, y para convertirlo de nuevo en su costalero en la más larga y hermosa procesión por la Eternidad. Luis Eduardo Siles

    Ramón Olivas González de Segura de la Sierra

    Siempre tenía una sonrisa disponible para todos

    Es mucho el dolor que causó el fallecimiento de Ramón Olivas González, un hombre cuya vida fue un ejemplo de rectitud y honestidad. Estas virtudes se dejaban vislumbrar en cada uno de sus actos. Ramón nació el 1 de junio de 1935, en Segura de la Sierra. Se casó con María Delgado Marín, mujer que fue el amor de su vida. Tuvo dos hijas, Lourdes y Anabel. Ambas optaron por la carrera sanitaria y trabajan en el Hospital Carlos Haya de Málaga. Ramón Olivas les supo inculcar los valores que le guiaron en cada día de su vida. Fue un gran hombre que siempre dio ejemplo de profesionalidad, honestidad y profesionalidad en su profesión. Antes de comenzar su labor en el campo de la visita médica, trabajó como auxiliar de farmacia en Segura de la Sierra. No fue hasta el 7 de junio de 1978 cuando Ramón comenzó a desarrollar su tarea como visitador médico, sector en el que se mantuvo hasta el día de su jubilación, el 1 de junio de 2000. Una de sus grandes aficiones fue la pesca de la trucha, actividad que solía realizar en los ríos Guadalquivir y Segura. Como gran amante y conocedor de la naturaleza, cuando llegó el momento de su jubilación, disfrutó de otra de sus pasiones: la recogida de espárragos y setas, entre otros. Fue un gran fumador y madrugador, pues de cinco a seis de la mañana, siempre se le encontraba en el Gran Eje, con su perro y su cigarro. Lo más importante fue su carácter. Siempre se le recordará por su generosidad y su conversación fácil. Fue humilde, agradable, con una sonrisa abierta a todo el mundo, defensor de la profesión y muy cariñoso, especialmente, con su familia, amigos y compañeros. Un gran hombre en todos los sentidos. José Luis Muriana Hernández, presidente de la Asociación de Visitadores Médicos.

    Leonor Salas García de Lopera

    Mujer muy trabajadora y generosa

    El recuerdo vivo de Leonor Salas García sigue muy presente en sus familiares, amigos y vecinos de Lopera a pesar de que su fallecimiento fue hace ya algunos años. Fue una mujer de gran vitalidad, que dedicó su vida al cuidado de sus cinco hijos. Fue la mayor de una familia de 5 hijos. Sus padres fueron Eduardo Salas Carrasco y Carmen García Molina. En 1929 se casó con su gran amor, Francisco Galán Vera, fruto de cuya unión nacieron cinco retoños, Isabel, José, María, Rafael y Eduardo. Los años de Guerra Civil los pasó junto a su familia en Úbeda. Después, volvió a Lopera y ayudó a los suyos en las tareas agrícolas de la aceituna en el pago de Las Matillas de Torres. Asimismo, la familia se trasladaba durante el verano a los melonares que se plantaban en las afueras de Lopera. Allí pasaban una larga temporada hasta recoger la cosecha, que luego era vendida en pueblos de los alrededores. También había costumbre de vender parte de la cosecha a corredores que viajaban a Lopera con camiones. Esta era una fuente de ingresos muy importante. Sus ratos libres, además de dedicárselos a su familia, también los empleaba en el cuidado de sus flores y a la costura. Era una gran aficionada a los toros y al cine. Por las tardes, su hijo Rafael le leía novelas como “El médico de los pobres” o “El hijo de la obrera”, pues no sabía leer. Fue muy devota de la Virgen de la Cabeza. Sentía gran cariño por sus seis nietos, con los que le encantaba pasar buenos ratos. Fue una mujer participativa dispuesta siempre a ayudar dentro de sus posibilidades a todo aquel que lo necesitaba y, sobre todo, muy trabajadora y generosa. Era una mujer muy apreciada. José Luis Pantoja.

    Francisco Liébana Contreras de Torredonjimeno

    Fundador de la Cofradía de Jesús Preso

    Hace poco más de un año que la vida de Francisco Liébana Contreras se apagó, pero, todavía, el municipio de Torredonjimeno llora su ausencia. Son muchas las bondades que se pueden contar sobre su persona, pero, sobre todas, brillan su honestidad, su fe en el Señor y su caridad. De hecho, la noticia de su fallecimiento, el 2 de enero del año pasado, sumió a los tosirianos en un profundo sentimiento de pena. El anuncio de su desaparición llegó desde Granada y las muestras de apoyo no se hicieron esperar.
    Aunque todos tenían conocimiento de su frágil estado de salud, no por eso fue más fácil asumir su fallecimiento. Se fue con 92 años pero su prolongada edad no fue consuelo. No en vano, la consternación fue el sentimiento generalizado. Era un hombre bueno y cercano. Nadie duda de la disponibilidad que siempre mostró para ayudar al que más lo necesitaba. La generosidad fue uno de sus cualidades.
    Maestro de profesión, combinó su trabajo con diversas actividades, entre ellas, destacó su contribución a la fundación de la cooperativa aceitera San José. Persona profundamente religiosa, fue, en el año 1945, miembro fundador de la Cofradía de Jesús Preso, hermandad en la que desempeñó el cargo de presidente durante dos décadas.
    Entrañable y querido en Torredonjimeno, siempre supo transmitir valores cristianos en su entorno, hacer el bien y se preocupó por que nadie se enterara de sus buenas acciones, que fueron numerosas. Excelente padre y abuelo, amigo de sus amigos, siempre inculcó a su gente que había que saber perdonar, una máxima que practicó hasta los últimos días de su vida. Amaba a su cofradía y a todos sus miembros, que para él eran su “segunda familia”.

    Rafael Hinojosa González de Alcalá la Real

    Cariñoso y siempre pendiente de su familia

    Rafael Hinojosa González falleció en noviembre de 2007 y su ausencia es, cada día que pasa, mayor. Ha pasado un año, pero el dolor es el mismo. Ni sus familiares ni sus amigos se han hecho a la idea de que ya no está. Es muy duro superar la pérdida de alguien tan bondadoso y humano. Se marchó, de manera inesperada, una mañana. Tenía sólo sesenta y siete años, una edad en la que todavía se puede disfrutar de la vida y de la compañía de los seres queridos.
    Su fallecimiento fue un duro golpe para toda su familia y sus amigos, sobre todo, para su mujer, Encarnación, y para su hermano Juan. Si es difícil para cualquiera llenar el vacío que dejó su pérdida, más lo fue para los suyos. Era el “tito de las cocas”, como lo llamaba mi hija Livia. Este nombre se debe a que, en verano, solía traer a casa los melones conocidos en Alcalá con este nombre. Pero, para todos los que lo conocimos, Rafael Hinojosa era mucho más que eso. Era un amigo, una persona cariñosa y buena como pocas. Se quedó huérfano cuando apenas había empezado a vivir. Sólo tenía dos años.
    Tal vez esta circunstancia influyó en su carácter trabajador, tanto como emigrante en Suiza o en Ibiza, como empresario en una zapatería o como agricultor. De hecho, sacó adelante su finca de olivos de El Villar, en la que cultivaba con maestría los álamos, la hortaliza y los espárragos.
    Pero más importante que su entrega al trabajo, era su faceta humana. Siempre estaba pendiente de su mujer, a la que estaba muy unido, sus hermanos y sus sobrinos, sus amigos y de todas las personas a las que conocía. Por eso, nunca lo olvidaremos y, desde esta espacio, le decimos una vez más: “Te queremos”. Juan Rafael Hinojosa.