De la lumbre al frío

Cuando uno quiere escribir sobre personas con las que se ha rozado mucho, tratar de acertar con las definiciones es una forma de extraviar el rumbo. Ese es el camino más seguro para perderse y acabar escribiendo no de lo que es, sino de lo que creemos o imaginamos que es. Mi ventaja, cuando hablo de Manolo Nieto, es que asumo la imposibilidad verbal de definirlo. Sin vernos a diario, hemos compartido momentos apoteósicos, situaciones esperpénticas, desbarres lúdicos de dudosa calificación; somos, en fin, amigos fijos descontinuos que pasan con notable facilidad, en palabras de nuestro apreciado Antonio Mata, de la lumbre al frío.

    24 sep 2010 / 15:55 H.

    Amigos que se quieren, que no se ven, pero que se saben y que vuelven siempre. Por eso me resulta fácil desde fuera, y no por ello sin una carga gruesa de cariño, escribir sobre Nieto, copiar escenas y traducir en palabras situaciones que acaban retratando a un ser dulce y agrio a la vez. Alguien que, unas veces, se deja acariciar con la docilidad de un peluche y, otras, suelta la rienda y se destapa marcando la línea y manejando palabras afiladas, precisas y cortantes.

    Cada vez que me cruzo con Nieto existe la posibilidad de gozar de una conversación que resbala lentamente dejando argumentos para una tarde entera de reflexiones, pero también es probable una traca espectacular que llena el firmamento de nuestra charla de rojos, violetas y negros intensísimos y termina dibujando un cielo de gargantas agotadas.

    Cada uno es como es, y Manolo ha tenido la osadía de no reinventarse de no dejar que le hagan el traje con el que todos queremos verlo. Vive con la ventana abierta y hasta él siempre hay un paso franco, lo que se niega negociar son los estados de ánimo. Estar, está… pero sin maquillajes. No ha cedido a la tentación de gustar por obligación, puede que ahí resida su encanto y la razón por la que siempre es un placer volver a verlo. Cuando tengo ocasión voy a su encuentro, porque, dulce o amargo, Manolo es un ser entrañable, un espacio poético delimitado por el perímetro natural al que obliga el cuerpo humano; más allá, es un campo de sensaciones que se adivinan o de rebeldías genéticas que te obligan a volver, porque sabes que su “delgadez extrema” es un filón de palabras y ternuras. Un placer auténtico.

    Antonio Oliver.