A Carlos Jódar Ortiz
Bernardo Ruiz López desde Jaén. Ante la imposibilidad de despedirnos de un amigo que definitivamente se ha ido de nosotros, ¿qué podemos hacer? Nada, solo dedicarle unas palabras. Antes de entrar en cuestión, me voy a permitir contar una pequeña anécdota.
Resulta que mi amigo Carlos y yo, estábamos en un funeral de un amigo común que, durante su vida, había sido algo más que traviesillo. Al salir a la calle, y cuando yo me disponía a hacer un comentario sobre algo que no recuerdo, Carlos me cortó y me dijo: “¡No me vayas a decir que era una buena persona!” Yo me quedé boquiabierto, ambos nos miramos enseguida, ambos nos reíamos a mandíbula batiente. Pues bien, ahora sí lo digo públicamente: Carlos Jódar Ortiz era una de las mejores personas de las que puedan haber pisado las calles de nuestro Jaén. Era extrovertido, dicharachero, jovial, alegre y, sobre todo y ante todo, un hombre honrado a carta cabal. Cuando nos encontrábamos circustancialmente, después de los saludos de rigor y de alguna que otra broma, enseguida salía el tema de nuestro hijos, y él hablaba sin parar de su esposa Rosario, de su hijo Carlos, presbítero y profesor en el Vaticano, de su hija Belén; de Ramón y de la pequeña Pilar, a la que él llamaba “mi Piluca”. Podría hablar de su insaciable afán de trabajo, de su seriedad profesional y, en este sentido, de su mucha prudencia y buen tino. Pero, dejando esto aparte, lo que también aseguro es que era un creyente de corazón, católico practicante y como tal ejercía, transmitiendo alegría y generosidad. Y así seguirá y seguirá, pero ya basta porque sería interminable. Carlos ha quedado en el corazón de los que tuvimos la suerte de conocerlo.