“Su mirada me resultó agradable, porque no juzgaba, solo tenía interés”

25 ene 2016 / 08:00 H.

Aparqué el coche como siempre: en un espacio en el que Tráfico y el sentido común son obstáculos para tener en cuenta. Pero lo hice. “Clavé” mi Peugeot junto a la casa de Amelia Álvarez Tello, en un callejón sin salida. En el automóvil tenía una bolsa de hielo. No sé si me explico: conocer a aquella mujer no entraba en mis planes. Antes de hablar con ella por primera vez mis pretensiones eran prosaicas, como todos los martes. ¿Qué me llevó a la casa de una mujer nonagenaria? Una historia. Expectativas. El relato que mi compañera, Jennifer, me anticipó: una mujer lúcida estaba a punto de marcharse.

Fue precisamente mi chica la que me acompañó a la vivienda. Detrás de las rejas de un patio andaluz estaba ella, aunque la primera que apareció para saludarnos fue su hermana, “la Ita”. La edad condiciona, pero no atempera la personalidad, el carácter. Eso pensé tras intercambiar las primeras palabras con “la Ita”, cuyo nombre en sí ya revela que está lejos de ser convencional. Tiene eso que algunos califican con torpeza como “gracia” cuando lo que en realidad es personalidad, presencia en movimiento.

Simpática y alegre, la mujer me presentó a su hermana. En los cuerpos se advertía a la perfección la diferencia de edad entre ambas: mientras Amelia apareció, muy de a poco, como si se estuviese levantando, “Ita” exhibía una agilidad, un nervio de quien está vivo y, además, tiene el ímpetu de demostrarlo.

—¿Así que este es tu novio? A ver que yo lo vea...

Amelia era asidua clienta del restaurante de mis padres, pero si en aquel momento sabía su nombre era porque Jenny se convirtió en su cuidadora las últimas tardes en vida de la frailera. La mirada escrutadora de Amelia me resultó agradable, porque no juzgaba, solo tenía interés.

Amelia Álvarez cumplió con su saludo las expectativas de persona dulce y sencilla que ya me había hecho en mi cabeza. Nos invitó a pasar, a tomar algo. “La Ita” prácticamente nos cogió del brazo para compartir té y pasta. No entramos porque mi coche seguía en marcha. Pero dejamos la promesa: habría un segundo encuentro de los cuatro.

—Otro día quedamos. Tengo una bolsa de hielo en el coche.

Las dos lo entendieron. Y me quedé con las ganas de entrar. Me gustan las historias de soledad. Y aunque Amelia no estaba sola —la cuidaban hasta tres mujeres a lo largo del día, vivía con su hermana y recibía las visitas periódicas de su hijo—, había algo en las quejas que compartía en público: la certeza de que marcharse era solo cuestión de tiempo.

¿A qué me recordaba eso de “yo me quiero ir”, “ya tengo muchos años”? La alusión cinematrográfica era evidente: las últimas lamentaciones de Amelia Álvarez en la realidad no dejaban de ser los lamentos de la madre de Tony Soprano en la ficción. Lo escribí al principio: este es el relato de una mujer que ya estaba en la prórroga de un partido involuntario, como asegura el maestro Manuel Alcántara que es la vida a partir de los ochenta años.

Me faltó entrar en la casa, verla en su hábitat para entender por qué tanta prisa. Llegó el “fundido en negro”. Y Amelia dijo adiós. Que descanse.