Querida Lola: Ya no tienes hombros, sino alas

03 abr 2019 / 08:00 H.

Por qué han de ser siempre los otros los que se mueren; por qué la muerte nos arrebata a los buenos; porqué es tan egoísta que disfruta hundiendo sus garras en quienes aún hacen falta en la vida de tanta gente. Lola te has ido, querida Lola, te marchaste; es difícil llenar el vacío que deja tu ausencia en el hondón del alma de tu esposo, Luis; de tus hijos Luis y Carmen; de tu madre Carmen y de tu hermana Dominga. Quiero decirte algo, no como consuelo para los tuyos, sino porque es una verdad tan grande como un templo. Y es que si has muerto es porque has vivido; y has vivido, dejando profundamente una huella única y personal, una huella inconmensurable que lleva tu nombre y que sabrán reconocer, sin tener que echar mano a una fotografía, tu familia, tus alumnos, tus compañeros de ese gran Colegio del Bulevar cuyas paredes se resienten ahora con tu ausencia, los servidores del bien con los que tu marido trabaja cada día, tus hermanos cofrades de la Congregación de la Vera-Cruz; y tanta gente como te trató y a la que te ganaste por tu prudencia, tu sonrisa abierta, tu optimismo, tu pura vida. Y eso no hay quien lo borre, ni la muerte tan puñetera.

Éramos primos; tú cinco años menor que yo; de pequeños nos juntábamos en los poyos frente a la casa de tus abuelos Pedro y Dominga, allá en el camino de Regomello, o sentados en el tranquillo de tus otros abuelos, en la puerta de la cartería, en la calle del Pilar. Luego os fuisteis a vivir a Jaén, cerca de Correos; y al poco nos fuimos nosotros, cerca del Arrabalejo. Las visitas eran semanales. Recuerdo lo calladitas que erais tu hermana y tú; y la alegría que os daba vernos llegar. Nuestros padres, no solo se llamaban y apellidaban igual, Salvador Rubio, sino que se buscaban la vida igual, con el volante todo el día entre las manos; pero sabes, como yo, que les unía más una estrecha amistad que la sangre fundió y engrandeció aún más. Con el tiempo supe cuánto se querían y cuánto se ayudaron, aconsejaron y ayudaron. Estuvimos mucho tiempo sin vernos. Fue en la gala de los Jiennenses del Año que se celebró en la Plaza de Toros, cuando nos reencontramos, lo que supuso para los dos un inenarrable alegría, una profunda satisfacción. Y ya volvimos a vernos, con tu marido Luis Ortega, en actos oficiales; y quedó ese café pendiente cuando la Nochebuena felicitaste a mi madre con una fotografía tuya desde el camarín de la Virgen de la Cabeza. Pese a su senilidad, te reconoció. Te reconoció, querida Lola. Y eso es importante, muy importante, que en el disco duro que se va borrando con la demencia senil, aún quedarais tú y tu hermana sin borrar. Y ya no paró de contarnos muchas anécdotas sobre la amistad de tu padre y el mío... Te has ido dejando un reguero de alegría, tesón y ternura. Te has ido dejando una familia cuajada de valores, un esposo que te adora, unos hijos, que tanto te quieren; tu madre, tu hermana, mucha gente que tanto te apreciaba y te echa de menos con el corazón partido. El hondón del alma que ha quedado en Luis lo iras llenando cada vez que vea a tus hijos crecer. Y todo porque la muerte te ha dado alas en donde antes solo tenías hombros. Alas para volar cuando quieras junto a los que amas, porque cuando se ama la primavera es eterna. Y hablo en presente, que es el tiempo de la memoria que asoma en cada esquina y rincón; y que sabremos reconocer en lo más profundo. “La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos” dijo Cicerón. Un abrazo eterno, querida prima Lola. “Las dos niñas de Salva y Carmen, qué buenas niñas eran, dime cuál de las dos, la grande o la pequeña”. me dijo mi madre cuando le conté que te habías ido. Y decirle a alguien “bueno” es el mejor adiós que se puede dar a alguien.