Pasodoble antiguo en la dehesa
El Condado, con Ragón Falez, pasodoble de Emilio Cebrián

De aquellos uros, estos toros. El antecesor del bravo contemporáneo, que vive en las dehesas y muere en el albero del coso, campaba en la península ibérica hace unos 700.000 años. De ahí se extendió por Europa y fue desapareciendo paulatinamente por la caza, la tala progresiva de bosques y la domesticación. Más o menos en ese orden y sin entrar al detalle de controversias y certezas científicas sobre si fue especie única de bóvido o no. El último ejemplar datado fue una hembra que murió en el bosque polaco de Jaktórow, en 1627.
Ajenos a esta vieja historia de familias y subespecies, de migraciones, de los avatares que acotaron sus bosques y pastos, de su protagonismo ineludible en ritos y fiestas de las antiguas cosmogonías, el toro pasta tranquilo, curioso, siempre vigilante, en la dehesa jiennense de El Condado. El pasto es aún verde en la finca: verde y fresco. Garantiza una buena crianza con el grano y la paja como necesario complemento en los comederos dispuestos entre las encinas.
La encina (quercus ilex) es consustancial en la arquitectura de la dehesa, pese a la intromisión del olivo (olea europaea), que parece amenazarla a diestra y siniestra. No llega todavía la sangre al río, aunque sangrar es el sino del toro. La plaza es redonda como el sol, al que siempre se remite el sacrificio del toro en los pueblos antiguos del Mediterráneo y Oriente Próximo. Redonda también la luna llena que iluminaba la dehesa donde los maletillas se atrevían a trastearlos con la muleta. Hasta redonda era la mesa camilla en la que varias generaciones de españoles vieron en el televisor, blanco y negro, los estatuarios del Viti o el salto de la rana de El Cordobés, Manuel Benítez, por más señas.
Los antiguos símbolos, los mitos y rituales se cuelan hasta nuestros días por los vasos capilares del tiempo. El toro, o el buey, está incluso en el origen de la leyenda de Tartessos. Mucho después, hace al menos 2.500 años, oretanos de Cástulo y, quizá, turdetanos de Puente Tablas, toreaban a su modo toros bravos. Hay grabados procedentes del yacimiento linarense que representan torsos y cráneos de toros. ¿Y qué decir del toro de Obulco? Y si nos vamos a otras tierras, ¿cómo contemplamos a los de Guisando.
Todos son trasuntos de aquellos bóvidos alados, hombres-toros, de Mesopotamia, Asiria o Persia. Guardaban las puertas de sus ciudades, que es tanto como decir sus vidas y patrimonio. Hoy, estos toros de la dehesa jiennense de El Condado se crían también para el sacrificio. El tiempo no pasa en balde: fiesta reglada y también controvertida; espectáculo heredero de aquellos rituales y oficios religiosos, en plaza redonda y con toreadores que no llevan casco ni falcata, pero sí montera y estoque.
Irán a la plaza; no reconocerán la tierra del albero, tan distinta a sus pastos; tampoco las voces en los tendidos ni la música que interpreta la banda: quizá el Ragón Felez del maestro Emilio Cebrián, pero morirán como sus ancestros. Quién sabe si en el último mugido recordarán la dehesa y, si tuvieran memoria atávica, la libertad de los uros, aquellos bóvidos poderosos que arremetían contra todo lo que, animal o humano, amenazaba su vida.
Lorca sustanció, como nadie, estas viejas historias en unos versos rotundos del poema ‘Llanto por Ignacio Sánchez Megías’: Dile a la luna que venga/ que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena. / ¡Que no quiero verla! (...) La vaca del viejo mundo/ pasaba su triste lengua/ sobre un hocico de sangres/ derramadas en la arena,/ y los toros de Guisando,/ casi muerte y casi piedra/ mugieron como dos siglos/ hartos de pisar la tierra...