Adagio y allegro en la sementera
La Sinfonía n.º 9, “Del Nuevo Mundo”, de Antonín Dvorák, para acompañar este viaje por el Área Metropolitana

Sembrar fue siempre tarea más llevadera, aunque tirar de la yunta de mulos con el arado requería de toda su energía. Los días fríos de noviembre, o los suaves de abril y mayo, paliaban la fatiga. La siega era harina de otro costal con el sol inmisericorde masacrando los cuerpos, mapeando la tela de la camisa con surcos del sudor seco. El cuello abotonado hasta arriba; los puños hasta la muñeca y el sombrero de paja calado sobre el pañuelo que cubría la cabeza, mientras la hoz trazaba semicírculos rebanando los tallos secos y los dedos se agarrotaban bajos los dediles que protegían la siniestra con el puño apretado de la diestra. “La siega es lo peor, pero tampoco se queda atrás meterse en un arrozal hasta las rodillas”, rememora sentado en su sillón.
El viejo jornalero, que frisa ya el centenar de años, recuerda la cántara de agua resguardada en el hato, el hoyo con aceite y la raspa de bacalao del desayuno, el potaje del almuerzo y la ropavieja de la cena. Pero sobre todo, el sudor, el calor asfixiante y el dolor de brazos y cintura. Si quieres lo mejor de la tierra tienes que deslomarte desde que sale el sol y hasta que se pone. Al día siguiente, hoyo, potaje y ropavieja. Y así un día tras otro. La tierra no será de quien la trabaja, pero suyo sí es el sudor digno y limpio.
El viejo jornalero no sabe cómo empezó aquella revolución hace unos 12.000 años. Fue la que alumbró el nuevo mundo del Neolítico. Hizo a sus ancestros sedentarios; cambió los grupos de cazadores y recolectores por poblados de agricultores y ganaderos. Propició un cambio radical en la tecnología de los utensilios, en la alimentación... Una nueva vida de la que hoy sólo comparte un horizonte de subsistencia y la arquitectura básica de su vida: del campo, por el campo y en el campo. La epopeya siempre inacabada de lo rural. La tierra convertida en sementera, sobre la que descansa ahora toda su vida.