Las librerías de mi vida

Tribuna de opinión del escrito jiennense Emilio Lara para Diario JAÉN, con motivo de la Feria del Libro

10 may 2025 / 20:47 H.
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Hay dos ilusiones que conservo intactas desde chico: ir al cine y a las librerías. Ver una película en gran pantalla tiene algo de ritual, de preparación para sumergirse en una oscuridad conducente a vivir otras vidas a través de las imágenes. Y una librería significa adentrarse en un mundo de aventuras encuadernadas, en un tiempo sin relojes. Antonio Gala, manchego de nación y cordobés de adopción, decía que cuando iba por vez primera a una ciudad visitaba el mercado y el cementerio para saber cómo entendían sus habitantes la vida y la muerte. En mi caso, procuro conocer las librerías para hacer el test. Son fascinantes las parisinas, las londinenses y las romanas, pero me quedo con las lisboetas, o mejor dicho, con las portuguesas en general, porque cuando estuve en Oporto —con población similar a la de Granada—, me sorprendió el número y la hermosura de sus librerías, tanto por estética como por amplitud. Y, como es natural, pagué la preceptiva entrada y guardé paciente turno para poder entrar en la librería Lello, con fama de ser la más bonita del mundo, pero sobre todo, célebre porque sus escaleras y anaqueles de madera le inspiraron a J. K. Rowling algunas escenas de Harry Potter y la piedra filosofal.

En el Jaén de mis años de colegio e instituto había muchos bares, algunas librerías y bastantes papelerías-librerías, atendidas estas últimas generalmente por dependientes de carácter seco —como el de los taberneros inmemoriales—, que únicamente se desenvolvían con soltura despachando goma arábiga, lapiceros y los libros de texto de la vuelta al cole que forraban nuestras madres. En el Jaén de hoy hay muchísimos bares, una librería y algunas papelerías-librerías regentadas por personas entregadas que conocen el paño y recomiendan literatura con pasión. Lo que hemos perdido en número lo hemos ganado en entusiasmo en estas islas de robinsones de las letras. Eso sí, sería deseable que, junto con otra estrella Michelin, recayese en la capital el Premio Librería Cultural que otorga cada año la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Librerías. No sólo de pan vive el hombre.

A las librerías me gusta ir solo o acompañado de amigos letraheridos, porque nos entendemos con la mirada y no necesitamos dar explicaciones sobre lo obvio. Nada más adentrarme en su oloroso reino de la palabra impresa, entro en trance y me pongo a rastrear novedades, a hojear las primeras páginas de los libros que llaman mi atención, a leer las sinopsis y bichear las biografías de los autores que desconozco antes de decidir qué libros me echo a la buchaca. Ir de librerías tiene algo de caza incruenta, de aprovisionarse de víveres para el espíritu, pues la lectura hace más intensa la vida y más interesantes a quienes la disfrutan.

De mis años universitarios guardo la costumbre de, nada más comprar uno o dos libros, procurar sentarme en un velador para leer un poco, dar sorbos a una copa de vino y, al hacer una pausa, observar a los viandantes o a las mujeres que, al sentarse para pedir una consumición, cruzan las piernas con gracilidad de actrices. Me gusta sobre todo en abril, cuando en el sur el aire huele a azahar y me acuerdo de la copla de Carlos Cano: “Abril para sentir, abril para soñar./ Abril la primavera amaneció”. Lo hago, sobre todo, desde que Metrópolis abrió en la vecindad de la Catedral, en Carrera de Jesús, para luego trasladarse a la calle Cerón. El casco antiguo sigue siendo mi disco duro sentimental. Leer es un verbo que se conjuga en femenino. Los índices de lectura en España señalan que las mujeres leen más que los hombres, sobre todo novela, aunque también les están comiendo el terreno a ellos en la no ficción. Por cuestiones de inteligencia emocional, ejercen de activistas literarias, algo que se aprecia en los clubes de lectura, compuestos mayoritariamente por empáticas mujeres que, ávidas de compartir ideas y emociones, se juntan para hablar con fruición de los libros devorados. No existe mejor prescripción cultural que el boca a boca femenino, mucho más eficaz que las recomendaciones de los críticos, los reportajes periodísticos o las entrevistas en los medios. Ellas mantienen viva la llama del amor a la literatura, pues en lugar de guardar para sí mismas esas ascuas, las regalan.

Leer proporciona más serenidad que un cursillo zen, permite viajar en el tiempo con un billete de vuelta al presente y proporciona un inmejorable manual del funcionamiento de la condición humana. Quienes viven a ritmo de spinning y necesitan que alguien los entretenga en sus ratos libres, desconocen que un libro entre las manos ayuda a conocerse a sí mismo, a reflexionar y a que la conciencia mantenga un careo con los recuerdos. Si paso un día sin leer me ocurre como a la canción Así estoy yo sin ti, de Joaquín Sabina, me encuentro más perdido que Carracuca. En mayo, ahora que los campos verdean y nos echamos a cuerpo a la calle, también lo hacen las librerías en las casetas de la Feria del Libro de la capital, que tras unos años de nomadismo, de dar tumbos, ha encontrado su sitio ideal en la céntrica Roldán y Marín, convertida durante un par de semanas en un hormigueo de lectores que asisten a presentaciones literarias, curiosean las novedades expuestas, solicitan una firma a los autores y pasean sin que su existencia la marquen cronómetros, sino relojes de sol, menos presurosos. Todos aquellos que la visitaremos tenemos algo en común: no es que vivamos para leer, leemos para vivir.

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