Zuloaga: Entre la realidad y la verosimilitud

08 sep 2019 / 12:28 H.

A Miguel Zugaza le cabe el honor, entre otros, de contribuir a la recuperación de dos artistas españoles verdaderamente importantes: Joaquín Sorolla (1867-1923) e Ignacio Zuloaga (1873-1945); la del primero tuvo lugar en el Museo del Prado durante 2009; la del segundo llega diez años después y, sospechosamente, cuando Zugaza, nuevamente dirige el Museo de Bellas Artes de Bilbao, en cuya sede se dan cita las 95 telas que arman esta excelente exposición dedicada al gran artista vasco, comisariada por Javier Novo y Mikel Lertxundi, abierta desde el 20 de mayo al 20 del siguiente mes de octubre. Sin entrar en cronologías ni apartados, lo sustancial de la exposición reside en la grandeza de Ignacio Zuloaga, coetáneo de Joaquín Sorolla, sólo coinciden en una cosa con el valenciano: la incuestionable deuda de ambos con Velázquez. Como escribe Facundo Tomas, “mientras Sorolla sueña el país, Zuloaga lo sufre”. Cada uno lo vive a su modo, en confluencia con dos corrientes culturales que lo explican de una forma partidista pero diáfana. Para Miguel de Unamuno, fan de Zuloaga, en 1912: «Lo austero y grave, lo católico de España, en el más amplio y hondo sentido de la voz catolicidad, halla su expresión en los cuadros de Zuloaga no sólo por la elección de asuntos, ni aun siquiera por la manera sobria, fuerte y austera de ejecutarlos, por su severo claroscuro. Y la otra España, la España que podríamos llamar pagana y, tal vez en cierto sentido progresista, la que quiere vivir y no pensar en la muerte, ésta encuentra su otro pintor en Sorolla».

Dos respuestas que, en algún sentido, tienen que ver con la España de la pérdida de sus últimas colonias; la de Sorolla contemplada desde la luz del Mediterráneo y el aliento de la Institución; la de Zuloaga, acunada por otra luz, la luz del Norte, y el aliento de su formación con los jesuitas; ambos aspectos modelan un espacio interior entrelazado con la propia casa o caserío; hasta conformar un vínculo directo entre vida, arte y cultura que arranca de aquella debacle del año 1898.

Universo Propio. Obras difíciles de ver que concitaron toda suerte de filias y aun de fobias; alguna tan mezquina como la ocasionada por el dilatado grado de estupidez de un alto responsable del Museo del Prado que enseguida recordaré, cuya víctima, además del propio Zuloaga, es el pueblo español. Creador de un universo propio, la poética de Zuloaga, también reclama atención a su hechura y la destreza de ésta. Ambas alzan las obras de este maestro sobre las de sus coetáneos. Pintor de pintores de no fácil agarre para la erudición proclive a la etiqueta ni para los incapacitados a la hora de meterle el ojo a la pintura. Además empero, Zuloaga aun resiste esa controversia entre hidalgos dispuestos a perderlo todo menos el honor y la pertenencia a una historia demasiado zarandeada por quienes ignoran que, no obstante nuestra nueva condición de europeos legitimados y gozosamente por ello, “Más vale honra sin barcos que barcos sin honra”. Olvido que vistió de normalidad el deprecio de nuestra memoria en aras de una modernidad postiza, lábil y babeante ante las cursiladas de Zóbel, asepsia para encima del sofá aunque llegase bajo el marchamo de la Universidad de Harvard y, como Zuloaga, pasase por Sevilla; claro que, desde de un palco instalado como cobijo y lucimiento estético de un liberalismo libertario que, en alguna medida, escondía y esconde la verdadera cara del capitalismo internacional.

En tal sentido, y cuando acaba de pasar al Museo del Prado la donación Hans Rudold Gerstenmaier con un estupendo Zuloaga, conviene no olvidar la negociación con la colección Gulbenkian para su instalación en España y no en Lisboa, ciudad donde hoy puede verse y, claro es, retomar también el hilo del legado Carlos de Beistegui al Louvre y no al Museo del Prado como deseaba este legatario mejicano de origen vasco; cuya donación comprendía varias obras de David, Ingres y otras obras importantes también de la citada época, de la que, a mayor dislate, no hay representación en nuestra pinacoteca, además de incluir uno de los mejores retratos de Goya: el de la Condesa del Carpio. Tela pareja en calidad a la Condesa de Chinchón; junto a piezas de Rubens, Van Dyck, Fragonard, algunos primitivos franceses... hoy colgadas en el Louvre, incluido un retrato del propio Beistegui, pintado por Zuloaga, y un autorretrato del citado pintor; hasta donde conocemos, motivo de la renuncia a la colección para el museo español, cuyo director, en pleno ecuador del pasado siglo, manifestó algo muy parecido a esto: “Mientras yo sea director del Prado aquí no entrará Zuloaga”; esto, probablemente, luego de hacer valer la propuesta de Zuloaga, amigo de Alfonso XIII, para presidir el Patronato de Arte Moderno por parte del gobierno de la República que, junto al reconocimiento de su obra, no olvidó el empeño del maestro vaso en rescatar del olvido o semi olvido a pintores como El Greco y el propio Goya.

Tradición y modernidad. Con todo, la exposición de Fundación Mapfre celebrada el pasado año y esta magna retrospectiva con el sesenta por ciento de telas inéditas, dejan pensar en la recuperación de este incontestable maestro de la pintura española que, sin perderle la cara a la vida, vivió con toda legitimidad a caballo entre la tradición y la modernidad, pasando por cierto naturalismo parisino, Belle Époque, Generación del 98 y, como ha sido escrito, hasta como “estratega” que pintó la decadencia de España. Etiquetado un tanto torcido, Zuloaga es algo más, algo que está en Cervantes, pero también en Velázquez, en Ribera, en El Greco... y, de modo central, en un eje que escapa a la percepción de Sorolla: Goya, cuya casa natal fue comprada, en 1915, por el eibarrés y, desde entonces propiedad de la familia Zuloaga. Estamos pues, ante la constante de una voz que, a mi ver, late con la lógica arritmia de cada momento y, de alguna manera, también viene a ser anáfora del propio código Zuloaga; ética y estética escasamente complacidas y en nada complaciente con el Impresionismo. Ante Zuloaga comparecen los desheredados de aquel París que, entre otras cosas, comparece en la poética de un Zuloaga de 18 años que, de modo parejo a como Baroja y Unamuno hicieron con sus plumas, él lo fue haciendo con sus pinceles cargados de humanidad y reconocimiento a toda clase de personas, incluidas las de mirada perdida emboscadas en cuchitriles y burdeles. Convencido de que la realidad se defiende a sí misma, pinta jóvenes sobrados de altanería y esperanza (“Torerillos de pueblo”), picadores en parejo hundimiento al del rocín que montan (“Víctima de la fiesta”) y la coral expresión de un pueblo que asiste a “Corrida en Éibar” y, como Velázquez, enanos que no dejan de faenar (“El enano Gregorio el botero”). El París cosmopolita y la Sevilla popular... (menos folclórica de cuanto se dice cuando se pretende descalificar todo aquello que comporta lo andaluz; generalmente snobs ociosos y complacidos, e “ilustrados” de ralo pelaje), norte y guía del nervio del realismo español que Zuloaga actualiza y dota de verosimilitud. Así la Segovia pegada a la tierra en la que figura Roma y la Iglesia de San Juan de los Caballeros donde el artista pinta a no muchos metros del Acueducto bajo el que pasa con su tío Daniel, magnifico ceramista y, desde 1905, propietario de la citada iglesia románica; pero también, la gran sutileza de ¨Mujer de Alcalá de Guadaira¨ contemplada en Andalucía, a la que, entre otras ocasiones, en 1921, regresa invitado por Manuel de Falla para visitar Granada.

Universos contemplados desde la habitación interior del artista residenciado en el estudio de un color adensado y acunado en la luz del Norte, sobre cuya geografía aprendió a mirar y a distinguir este brioso plástico que arrastra el óleo sobre la tela hasta dejar su huella a modo de surcos sobre ella. Recio y riguroso dibujante; como Antonio, el menor de los Machado, Zuloaga respira en Segovia y contempla en Castilla “los caminos polvorientos” entre los que se ahorma su pintura. Poética, pasada también por Mesón de Paredes número 13, en cuyo establecimiento oficia su amigo el torero Antonio Sánchez de quien hizo un retrato hoy sustituido por una copia. Allí cena y, en ocasiones, comparte tertulia con amigos noventayochistas entre quienes figura lo más granado de las letras republicanas que juiciosamente se ocuparon de su obra. Sí, allí también, quien había colgado exposiciones en Europa y las dos Américas decide, a modo de testimonio, celebrar la que sería su última exposición madrileña. Todo ello sin perderle la cara al callejón del Gato ni evitar a Mar Estrella atisbado por Valle-Inclán desde Casa Ciriaco ni olvidar como, en 1922, su participación y respaldo económico al Primer Concurso de Cante Jondo celebrado en Granada, anunciado con un cartel realizado por el pintor jaenés Manuel Ángeles Ortiz y organizado, entre otros, por Federico García Lorca y Manuel de Falla..., de quien pintara dos retratos soberbios, el más cimero engalanando esta exposición; cuya pluralidad temática deja intuir la sensibilidad y, por decirlo en términos flamencos, la largura del Zuloaga pintor y los guiños de ida y vuelta con Solana. Ciertamente, el eibarrés no le perdió la cara a lo popular, el flamenco nacía y, por consiguiente, a la sazón no era apto para concierto cuando Zuloaga traba amistad con Fabián de Castro, guitarrista giennense regresado de Rusia en 1915 y residente en París quien frecuenta a Zuloaga y decide hacerse pintor. Pues bien, el Zuloaga respaldado internacionalmente, cuyo estudio es visita obligada para cuantos españoles llegan a París: Cristóbal Ruiz, Vázquez Díaz..., era descalificado por la España más paletamente “ilustrada” obviando que, en 1908, su exposición parisina fue tenida cómo la manifestación expositiva más importante celebrada en la ciudad francesa durante el año.

Nacido en Éibar y fallecido en Madrid, Zuloaga paseó el suelo de España con la nobleza y la humanidad que caracteriza la hondura de un pensamiento que no dejó de ser vasco. Así nos lo desvela el más conocido de sus autorretratos (Autorretrato con fondo azul). No obstante, alguna de sus telas despierta guiños un tanto cómplices que, a mi ver, no dejan de ser espurios. Zuloaga había cumplido setenta años cuando recibió el encargo de pintar el retrato del General Franco y acometió el trabajo sin esconder su jerarquía estética que, en alguna medida, recoge Miguel Zugaza, encarando gallardamente la ausencia de la obra con respecto a esta magna exposición. Por lo demás, la loa escrita por Azorín sobre la pomposa pieza aporta poco o nada más allá de evidenciar la conducta del escritor de Monóvar que, efectivamente, fue pintado por Zuloaga un tanto de perfil y bajando la mirada.

A caballo entre lo tradicional y la modernidad; entre la media luz y la penumbra; entre la Belle Époque y la “bohemia” del 98, el regeneracionista que habita en Zuloaga, cultiva una plástica plena de rigor, tanto en el dibujo, como en la composición y el color, evitando cualquier “alivio”, incluido el empleo de cualquier pigmento blanco en demasía o la tramposa veladura, tan traída y llevada desde Leonardo. Zuloaga deja su percepción de España a través de una pintura briosa y directa, tal y como puede verse en esta más que gozosa retrospectiva articulada a partir de obras procedentes de la colección familiar, la Fundación Zuloaga y de otras colecciones privadas, pero también de préstamos de Alemania, Austria, Bélgica, Estados Unidos, México y Rusia, por cierto, lugar dónde alcanzó Zuloaga un éxito verdaderamente colosal, minado desde España con la etiqueta “españolada”, tilde despectivo que no convive mal con aquella “leyenda negra” que hoy, en palabras tan autorizadas como las de Juan Eslava Galán, “ningún historiador serio respalda”.

En cualquier caso, Zuloaga vivió entre un paisaje y un paisanaje que codifican su conducta de hombre y marcan de principio a fin su pintura, sintetizada por un historiador de tantos quilates como Lafuente Ferrari así: “Zuloaga extraía de sus motivos la máxima capacidad de expresión hasta un plano de ordenada grandeza artística y humana”.

Espacio introspectivo. Esta exposición de Bilbao ayuda a percibir el espacio introspectivo del artista vasco que Unamuno, vasco también, atisba con bastante claridad. La España que precisa ser precisada en su hondón más íntimo desdeña la mera sensación y la pompa, ni siquiera es pomposo el espectacular retrato de la condesa Mathieu de Noailles. Zuloaga arma sus composiciones con volúmenes observados en espacios densos de color y profusión de telas aladas y curvas y, sin embargo, austeros plenos de reflexión (El cardenal, 1912); para Degas escasos de atmósfera... Ciertamente, el concepto espacial de Zuloaga no es homologable con el espacio impresionista, ni con el espacio ventana renacentista cuyo canon atisba el pintor vasco después de pasar por El Greco (a quien descubre, no se nos olvide), perceptible en los celajes de los paisajes pintados por Zuloaga; de algún modo y a mucha distancia precedentes de la España que hoy llamamos vaciada o, con más rigor, “despoblada”, cuyo descubrimiento y seducción enseguida comunica a los amigos, como hace con Manuel de Falla ante el asombro de Albarracín. Paisajes, en fin, que por sí mismos definen la alta jerarquía estética de un Zuloaga que más que pintar la España negra, pinta la España entera y diferente, la que observa de parte a parte viajando con su coche y, ante algún larvado reproche, advirtió con todo tino que necesita el aire para respirar no para los cuadros.