Un maestro entre fogones

Vicente Barranco, a quien los jiennenses conocerán más por ser el propietario de Casa Vicente, se jubila tras 57 años en sector de la hostelería dejando su nombre íntimamente ligado al de “su Jaén”

30 jun 2019 / 12:42 H.

Una reja a medio abrir y, tras ella, aroma a fruta fresca, marisco cocido, productos de limpieza, ruido en la cocina. Dentro, una silueta va y viene con distintos alimentos, organiza, limpia... Minutos más tarde, ya sentado en una de las mesas, está Vicente Barranco, ataviado con su compañero más fiel, su mandil. Compartir un largo rato de conversación con uno de los hosteleros más importantes de la capital en las últimas décadas es complicado, más cuando se enfrenta a sus últimos días al frente de Casa Vicente, su hogar, tras más de 57 años en la cocina a la que entró con apenas once para no volver a marcharse. Barranco es conocido por todos los jiennenses, pues por su casa han pasado personajes de la talla de Alfredo Pérez Rubalcaba o Curro Romero, pero mejor comenzar por el principio.

Criado en el barrio de La Magdalena, Vicente Barranco tuvo que comenzar a trabajar cuando apenas levantaba un palmo del suelo pues eran muchos y en casa apenas llegaba para comer. Con once años y sin apenas haber pisado la escuela comenzó a trabajar en el mesón Monterrey, allá por los 60. Allí hacía lo que mandaban, recados, de pinche o limpiar eran algunas de sus labores y, fue entonces, cuando se enamoró de la cocina, la que ha sido uno de sus grandes amores, el resto vendrían después. A los catorce años ya controlaba los fogones y fue entonces cuando consiguió trabajo en un bar llamado “Los Manueles”. “Lo hice sin pedirle permiso a mi padre y me obligó a volver a Monterrey”, cuenta entre risas el jiennense. Con el tiempo cambio de “oficina” e inauguró el bar “Stop”, en la avenida de Madrid, siempre con la ilusión de tener su propio negocio. En esos años, con tan solo diecisiete primaveras se casó y tuvo su primer hijo, motivo por el cual decidió probar suerte fuera de España y viajó hasta Alemania, donde estuvo dos años en la fábrica de Opel, en Frankfurt. “Eran años duros y había que trabajar mucho para poder vivir”, asegura, y entonces la mirada se le pierde entre recuerdos, los amargos y los más dulces de su vida.

A su vuelta, Barranco vino con la valentía que da salir de casa en busca de fortuna y decidió emprender. Lo hizo junto a su hermano cuando decidió quedarse con el Mesón “Don Lope de Alameda”. Antes, había trabajado unos meses como cocinero en “Montemar”, algo antes de realizar el servicio militar. Tiempo después decidió volver a cambiar porque los valientes son aquellos que no se conforman con poco y adquirió los bajos del Hotel Europa. En este conocido lugar montó un salón de bodas donde fue testigo durante casi dos décadas de la felicidad de las parejas que allí comenzaba una nueva vida.

¿Barranco se quedó ahí? Pues no. Más tarde llegó su primer gran hogar, Mesón Vicente, en Arcos del Consuelo. “Era un lugar pequeño, pero con un gran encanto donde teníamos un salón para unas veinte personas”, comenta. Entre tanto, invirtió en otro local, el primer Casa Vicente, que contaba con siete comedores, una de sus grandes “aventuras”. “Ha sido una lucha continua durante toda mi vida”, relata. En el año 2000 llegó el último de los cambios, dejó atrás el resto de locales y creó el actual Casa Vicente, donde se encarga de la cocina y la organización desde entonces y hasta hoy. Con 68 años, Vicente Barranco deja atrás una vida entera dedica a conquistar el paladar de los jiennenses y de otros muchos que durante décadas han llenado el salón de “su hogar”. Ahora toca echar la vista atrás, hacer balance y, entonces, es cuando los recuerdos se acumulan y Barranco se rompe en la mesa donde comenzó la conversación mientras mira a su alrededor, a la reja a medio a abrir a la que le quedan horas por echarse, a la barra donde tantas horas ha pasado con sus comensales, siempre imputo con su uniforme limpio. Todos saben que no es fácil crear una marca propia, pero nadie habla de las despedidas, esas que forman nudos en la garganta que al jiennense le dificultan seguir conversando. “Cuesta mucho trabajo y no sé bien cómo voy a encajar la jubilación, pues mi vida ha estado unida a mi negocio”, sentencia entre lágrimas, las que recorren un rostro emocionado y marcado por los vaivenes de la vida que lo han llegado hasta esa mesa, hasta los instantes previos a decir adiós. Cuando mira atrás ve al niño que soñaba con tener un negocio, al joven que decidió emprender, al adulto que acogió en su casa a personalidades de gran relevancia. “Me vienen miles de recuerdos, los malos y buenos, tantas horas y mi amor por este sector, veo mi vida entera entre los fogones”, afirma el hostelero.

En ese momento traspasan la puerta dos comensales y, rápidamente, Barranco los atiende mientras les cuenta que entre los platos del día cuenta con algunas de sus especialidades, la pipirrana, porque Barranco se va con “las botas puestas” y repartiendo felicidad en forma de exquisitos platos. Así ha sido su día a día durante décadas. “Todas las mañanas voy al mercado, es donde a mí me gusta ir a comprar. A partir de ahí, comienzan las labores de cocina, limpieza y cocción de mariscos, boquerones al limón, montaje de pipirrana, gachas, natillas o arroz con leche”, comenta al compás del movimiento de sus manos, señal de la timidez que ha acompañado siempre a Barranco, cuyo lugar favorito está entre el calor de las sartenes y cazuelas. Aunque no tiene problema en salir y tomar las riendas de la comanda o ponerse tras la barra y coordinar a equipos que superaban los quince trabajadores. Asumir, con la humildad que refleja en su rostro que es un maestro entre los fogones no es tarea sencilla, por ello no es amigo de dar lecciones, aunque sí consejos para quiénes en la actualidad, la igual que él hace tantos años, buscan un futuro en la hostelería.

“Se trata de hacerse a uno mismo, de luchar y perseguir los sueños cada día, demostrar que con esfuerzo todo se puede conseguir y no desanimarse, hay mucho futuro y los jóvenes de ahora cuentan con la facilidad de la formación, que la aprovechen y luchen por la cocina, la de nuestra tierra, que los de fuera se lleven la mejor imagen de nuestros Jaén”, y esto sí que lo dice con contundencia. Ahora se retira, pero su nombre estará unido para siempre a la cultura jiennense. “La hostelería es como el fútbol, hay un momento que uno debe saber decir adiós”. Como recompensa se lleva el cariño de sus comensales, las sonrisas a la salida, la estrechez de una mano de un visitante que piensa volver. Ahora toca parar, cerrar una etapa y abrir otra. Los primeros días, probablemente los más duros, los pasará entre cajas y trapos para recoger Casa Vicente. A partir de ahí surge un nuevo reto, Barranco, que con esfuerzo consigue entender lo que se cuenta en los libros pues apenas pudo asistir al colegio, se sentará en casa con “el JAÉN, el periódico de su tierra”, y disfrutará con las historias que escriben aquellos que sí dominan el arte de las letras. También toca disfrutar de los nietos y de los cinco hijos a los que dedica las infinitas horas de trabajo, pero a los que lamenta no haberle brindado más en estos años. Porque Vicente Barranco se va, aunque no del todo. Aguarda la esperanza de que un día alguien llame a su puerta y le diga que quiere trabajar en el que ha sido su “hogar”, con ganas y esfuerzo, pues él reservará el don de sus manos para las comidas con amigos y familiares. Un hostelero, un jiennense enamorado de su tierra a la que ha llevado por bandera, la que le ha dado tanto y a la que, a cambio, ha puesto en el más alto nivel, porque entrar en Casa Vicente, era llevarse una deliciosa imagen del Santo Reino.

De lidiar en el ruedo a conquistar paladares
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No siempre quiso ser el rey de los fogones. Vicente Romero soñó un día con ser torero, quería conquistar los ruedos y mirar cara a cara al toro. “Fui tardío”, manifiesta entre risas el hostelero, aunque guarda bonitos recuerdos de aquel sueño frustrado. Tal era su ilusión que algunos de los múltiples titulares de los que ha sido protagonista a lo largo de medio siglo, recogían su sueños de tomar la alternativa. Pasadas las horas de querer vivir entre toros bravos, decidió centrarse en la cocina, para la que tenía un don. Es gracias a ella por la que ha conocido a grandes figuras de la tauromaquia de lo que se siente enormemente orgullosos y a los que guarda en su recuerdo, así como entre fotografías que acumula en las paredes de Casa Vicente. Ahora, con tiempo, tiene claro que le gustaría leer crónicas taurinas, disfrutar con una disciplina que siempre le entusiasmo y, aunque desde la barrera, seguir soñando con aquel niño que quería triunfar en las Ventas, capote en mano.