Las horas

    29 dic 2019 / 11:34 H.

    Siempre que llegaba el verano y había que pensar en las vacaciones, mi padre iniciaba una ceremonia especial entre él y su trabajo. Más que su trabajo se trataba de la máquina a la que siempre sirvió. Esta es la palabra: “sirvió”. Le habría dado igual que aquel ingenio, hecho de puro acero, hubiera pertenecido a otra empresa, eso le traía sin cuidado, porque lo que él amaba era la armonía que había encontrado en los resortes, engranajes, bielas, remaches, retenes, bujes, bulones y cientos de palabras más que pertenecían a la máquina, y que mi padre conocía, así como en el sonido que desprendía cada uno de los componentes, tanto individualmente como en conjunto. Pues en aquel verano, la máquina de la que era vasallo y siempre lo sería, decidió la dirección gerencia dejarla en reposo durante las vacaciones de mi padre. Ese día, en el que le comunicaron que únicamente él la pararía y la pondría en marcha, que era como decirle: “perteneces definitivamente a la máquina” y no al revés que hubiera sido textualmente “la máquina te pertenece”. Pues ese día aumentó aún más su preocupación. Salimos de veraneo y lo cierto es que, si las vacaciones no quedaron suspendidas por culpa de la máquina, sí quedaron destruidas por la presencia continua de ella en la cabeza de mi padre. Todavía le recuerdo mirando el mar con su color gris marengo y el cielo azul marino, los colores que eran sus preferidos, e inquietarse. Entonces iba hacia la orilla, golpeaba una ola con el pie, como si le quisiera meter un gol al mar, y daba un bufido pudiendo decir en voz alta: cuando yo regrese y se quiera poner en marcha, los rodamientos pueden estar afectados por el sobrepeso al no haber calzado los cojinetes. Adelantó el final de las vacaciones pese a tener contratados treinta días en el chalecito. La preocupación por la máquina fue el motivo. Había llegado a un sufrimiento perfecto con las horas y su obsesión. Durante la noche cualquier motivo le mantenía despierto, colocando la cabeza en un problema de mecánica que no desaparecía con el amanecer. La personalidad de la máquina se había infiltrado en la composición del tiempo. Las horas de la mañana se paralizaban por la luz y mi padre llamaba para cerciorarse de que los mecanismos hidráulicos de aquel artefacto de la ingeniería no tenían fugas. Las horas de la tarde se hacían profundas, más aún cuando el sol declinaba, como si con ello todos los artilugios mecánicos pudieran entrar en crisis. Las horas de la noche imposibles de darle coherencia. Por todos estos motivos y viéndole sufrir nos fuimos aquel verano de aquellas vacaciones. Siempre que hubiera recuerdos, aunque fueran estos, no habríamos perdido la familia.