Laberinto

    30 jun 2019 / 12:42 H.

    La columna nacía desde una amplia base pentagonal y cuando el monstruo pasaba, las personas se deslizaban de una cara a otra para no ser vistos. En aquel lugar se levantaban mil columnas y el monstruo sabía que en cada una de ellas había alguien intentando no ser devorado. Y él dejaba que jugaran a ocultarse porque todavía no tenía hambre. Además, esta bestia le había contado a cada ciudadano una parte de la historia y todos ellos creían ser únicos e inmortales al tener recuerdos. La mentira se había convertido en una línea recta. Uno de los que andaba por las columnas comenzó a sospechar de su no existencia cuando los anuncios mostraban mundos reales, los pasos no sonaban y las sonrisas eran normales. Pasaba todo el día con la habitación a oscuras, esperando que en cualquier instante sonara una llamada para salir sin perder el tiempo. Fuera estaría el día y el sol, iluminándolo todo. Cada instante confiaba más en que alguien se acordara de su currículo. Y sucedió. Un simple análisis de aquella franquicia le hizo comprender que aquello tenía una organización pensada y más que pensada. Ningún empleado era como él. Todo era eficacia. Dijeron su nombre para la entrevista y una vez dentro, cuando la puerta estaba cerrada dijo en uno de sus gestos más sinceros: perdone usted, pero no creo servir para el empleo. Se levantó para irse y entonces escuchó: cuando se ponga el uniforme todo estará perfecto. Aceptó el puesto de trabajo. Después de años y años en la misma habitación llegó un momento en que no podía describirla más. Se habían acabado todas las posibilidades. Daba igual el tiempo que pudiera pasar, todo sonaba igual. Hubo una mañana en que entreabrió la puerta, penetró el aire y comenzó a hablar de sí mismo. ¿Cuál sería el resultado? Se pinchó el dedo comprobando de esta manera su existencia: una brillante gota roja aumentaba de tamaño en el pulpejo de su dedo anular izquierdo. Corrió la contraventana, se quitó el uniforme, abrió la puerta y se fue buscando la seguridad de estar solo. En la calle todo parecía normal. Entró en el laberinto en construcción. Los que se escondían detrás de las grandes columnas, de base pentagonal, estaban contentos porque cada día fabricaban más, y tenían, por este motivo, más posibilidades de no ser localizados. El monstruo sonreía porque su obra se estaba completando. No era un proyecto cualquiera. Cuando estuviera acabado, el hombre sentiría el placer de saberse perdido. Buscando entre las ruinas de lo que fue el laberinto únicamente existían hombres: habían ganado ellos. No había otra cosa. El monstruo había desaparecido. ¿Qué harían sin él? Habían llegado a amar esos momentos en los que se deslizaban de una cara a la otra para no ser devorados.