El silbo del mirlo de verano

BUENA DIGESTIÓN. Los meses estivales traen consigo exquisitos manjares y entrañables y especiales recuerdos

07 jul 2019 / 12:16 H.

Muchos tenemos un periódico que empezamos a leer por la última página. El mío es El Mundo, siempre abro boca con Raúl del Pozo, el penúltimo gran articulista de España; magnífico prosista y en ocasiones espadón de gigantes. El lunes 24 celebraba la llegada del verano con estas palabras: “Empieza el salvaje verano, con las flores del ganado en el suelo, derribadas por el mirlo y su silbido; los tábanos, cantando el responso a las rosas; y las elegantes mariposas, tan discretas que no despiertan a la perra”. Goce de palabras e intenciones, pero el muy canalla coloca el punto y aparte y se queda a navegar solo con el salvaje verano, ese que se abre de capa con una ola de calor tremenda, el que hace crecer aún más la mentira, que es de la abundancia de los arenales. Mienten todos: el periodista anota el nombre de Pablo Casado, y Pedro Sánchez, también miente. La mentira es tanta que le hace recordar al articulista un panfleto antiguo titulado “El arte de la mentira política”.

Pero yo me quedo con las flores del granado en el suelo. Las vi y las pisé la semana pasada; eran centenares, pequeñitas, rosadas, pálidas y tranquilas cumpliendo su misión de abono y regocijo de hormigas y lombrices. Aunque no es solo el mirlo el que las tumba con su silbido metálico y raspado, le ayudan el viento, el calor y la sed. Las flores que resisten en el árbol ya son peloticas coronadas. Diferente es el destino de las rosas. A estas alturas, las de color rojo son guiñapos blancuzcos pendientes de un tallo que se agota; pero, en su entorno, el olor a perfume compacto e intenso no se irá hasta bien entrado julio. La rosa se mantiene presente como los mejores recuerdos de amor. Y la mariposa nos recuerda que alguna vez habitamos entre elfos, o fuimos enanos en bosques de setas.

El verano es sobre todo agua gozosa; la puerta que abre nuestra urgencia por huir del lugar cotidiano, liberarse de la cuerda diaria del deber; viajar y ver observando el horizonte, y disfrazarte de otro. Es buscar la fresca bajo el chamizo playero o respirar mirando desde el suelo la capota verde y sonajera del nogal. La fruta carnosa (el melón, la uva, la sandía...) como si fuera un milagro, y el gazpacho o el ajo blanco, enfermeros eficaces de nuestros cuerpos bañados de sudor. La ensalada fresquísima y el pescado a la plancha; la huerta de Justo con sus tomates de los años del hambre y ese durazno rojo y amarillo ofrecido como bandera fabricada de carne y jugo dulce y amargo y exageradamente excitante.

El verano es, además, el abrazo de los recuerdos o el asombro del futuro. Hong Kong es una selva humana estremecedora y el vientre de Tokio, un hormiguero de hombres dispuestos a resistir todo lo que les llegue. Es largos vuelos baratos en aviones a las órdenes de sobrecargos de hombros desmayados y voces estridentes. Pero la noche es suave, así que de vez en cuando la nariz se tropieza con vaharadas de jazmín al pasear por las calles. Sus hojas blancas y las garras verdes cubren la fachada de un cine de verano desde el que vuela la voz quejosa de Antonio Banderas que interpreta un pedazo de Almodóvar en la última película del manchego, dura y trascendente, llamada “Dolor y Gloria”.

Te encuentras con Mari, que fue tu primera novia (novieta se decía entonces remedando un diminutivo italianizante) en ese paso fugaz por el pueblo donde probaste la primera leche y las sandalias que te hizo Rafalito te hicieron volar por aquel mundo de sol y violetas como un pequeño dios Hermes. No vas a probar la carne en un mes y te socorrerá sin tú quererlo una pizza callejera ese día que, por guardar cola para encaramarte en la Torre Eiffel, se te acabaron las horas. Y al final de los días leerás a trancas y barrancas el último capítulo del formidable libro de Paul Auster: 4,3,2,1 en el que te rozará como un beso esta frase: “En una rara muestra de sabiduría política, los padres de la ciudad de Nueva York habían declarado que los chicos y las chicas de los cinco distritos municipales tenían derecho a una educación anual de cero dólares”. Y al día siguiente en ese empedrado de libros que es la sala silenciosa de arriba, mientras degustas el último café, se te vendrá a la mano la pequeña antología poética de José Antonio Muñoz Rojas y leerás al azar este poema:

Qué población de resonancias,

De presencias, al quedar solos.

Qué inesperadas compañías

acuden al abrirse los silencios.

Qué canciones de amor

siempre sonando.