(Si Kafka hubiese conocido al COVID 19...)

29 mar 2020 / 13:10 H.

Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso virus. Estaba tumbado sobre lo que había sido su espalda, aunque ahora esa definición ya no le era aplicable. Se percató de que se había transformado en una esfera palpitante de una textura que se le antojó indefinible. Intentó levantar un poco la cabeza, como en un acto reflejo, pero también ella formaba parte de ese globo translúcido a través del cual descubrió, horrorizado, que había perdido cualquier aspecto o propiedad humana. ¿Qué me ha ocurrido?, pensó. No era un sueño. Su habitación permanecía igual. Miró alrededor y se encontró con aquellas cuatro paredes harto conocidas. Confuso y asustado intentó moverse, pero, dada su redondez, solo pudo girar hasta casi caerse de la cama.

Se percató de que la colcha, sobre su extraño cuerpo, formaba un curioso montículo salpicado de protuberancias heterogéneas. Su cerebro se interrogó sobre ellas y, en un ataque de desconcierto, intentó moverlas como cuando pertenecía a la Humanidad y era capaz de articular sus brazos y sus piernas. Con gran dificultad observó que, en efecto, aquella especie de pseudópodos —echó mano de sus lecciones escolares para poder definirlos— se movían como vibrisas —de nuevo las clases de ciencias naturales vinieron en su ayuda— y el tejido de la colcha adquiría el suave movimiento de las olas en una tarde de playa que le trasladó a su infancia olvidada.

Salió de su estupor y miró hacia la ventana; estaba nublado, y sobre el alféizar repiqueteaban las gotas de lluvia, lo que le produjo una tierna melancolía. Bueno —pensó—; ¿y si siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas estas locuras?

Pero no era posible, su nueva forma le abstraía y le impedía cualquier razonamiento sensato. ¡Al diablo con todo!, se dijo, mientras se volvía hacia el despertador, que tictaqueaba encima del baúl. — ¡Dios mío! — exclamó. Eran más de las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. ¿Es que no había sonado? Tenía que ir a trabajar... Quizá podría aducir que se había levantado mal de salud, pero despertaría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado, no había estado nunca enfermo. ¿Qué hacer?

Mientras pensaba atropelladamente y justo en el momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama. — Gregorio — dijo la voz de su madre, — son las siete menos cuarto. ¿No tenías que ir de viaje? ¡Qué voz tan dulce! — Gregorio se horrorizó al oír en cambio suya propia, que era la de siempre, pero mezclada con un penoso y estridente silbido, en el cual las palabras, al principio claras, se confundían luego y sonaban de forma tal que uno no estaba seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar una explicación detallada; pero, al oír su propia voz, se limitó a decir: Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto. A través de la puerta de madera, la transformación de la voz de Gregorio no debió notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró. Luego llegó el padre para insistir. Luego su hermana: ¿no estás bien? ¿Necesitas algo? — Ya estoy bien — respondió Gregorio a ambos a un tiempo, esforzándose por pronunciar con claridad, y hablando con gran lentitud, para disimular el insólito sonido de su voz. - Abre, Gregorio, por favor, escuchó tras la puerta.

Tengo que intentarlo, pensó. Hizo acopio de energías e intentó rodar hacia delante. Pero calculó mal la dirección y se dio un fuerte golpe contra los pies de la cama. Pretendió entonces impulsarse con aquellas pequeñas “patas” moviéndolas frenéticamente, pero con ello solo consiguió balancearse sobre la cama. ¿Y si alguien viniera a ayudarle? Su padre y la criada bastarían, se dijo, aunque... ¿cómo podrían entrar si él no podía abrirles?

Desesperado, se tiró violentamente de la cama. Se oyó un golpe sordo, pero no demasiado. La alfombra amortiguó la caída; su nueva forma le confería una elasticidad mayor de la que nunca había disfrutado. Alguien llamó. Debería ser de su trabajo interesándose por su falta. Oyó a su padre balbuciendo una excusa. También a su madre. Pero, de pronto, aquello dejó de importarle. Ya voy –gritó Gregorio fuera de sí. Una ligera indisposición me retenía en la cama. Estoy todavía acostado. Pero ya me siento bien. Ahora mismo me levanto.

Aquellas voces suyas, sin embargo, produjeron un efecto que casi no entendió. —Tienes que ir en seguida a buscar al médico. ¿Has oído cómo habla Gregorio? — Es una voz de animal —, dijo alguien tras la puerta. ¿Sus palabras resultaban ininteligibles? A él le parecían muy claras, ¿qué le estaba sucediendo?

Tenía que salir. Intentó girar la llave con una de aquellas protuberancias verdosas. Con un esfuerzo doloroso, lo consiguió. Entonces vio a su familia. Y ellos le vieron... Su compañero de trabajo, que seguía allí, emitió un grito, como el aullido del viento. Se tapó la boca con la mano y retrocedió lentamente, como empujado por una fuerza invisible. La madre le miró, avanzó dos pasos hacia él, y se desplomó. El padre le amenazó con el puño, con expresión hostil, como si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro al recibidor y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar.

Gregorio, sin reparar en que todavía no conocía sus nuevas facultades de movimiento, rodó por el suelo, intentando, con grandes esfuerzos, caminar avanzando sobre sus innumerables y diminutas patitas, profiriendo un leve quejido. Entonces se sintió, por primera vez en el día, invadido por un verdadero bienestar: aquellas protuberancias le obedecían perfectamente y, además, le impulsaban sin necesidad de pisar las baldosas. Casi podía volar. Se sintió libre. El bienestar que aquello le produjo chocó con el grito de angustia de su madre. Su compañero, lívido, huía por la escalera y su padre empuño el bastón y, armándose con la otra mano de un periódico que había sobre la mesa, se dispuso, dando fuertes patadas en el suelo, a hacer retroceder a Gregorio hasta el interior de su cuarto. De nada le sirvieron a éste sus súplicas, que no fueron entendidas y aunque inclinó sumiso la cabeza, sólo consiguió excitar aún más a su padre.

Gregorio quedó atascado en la puerta, sin posibilidad de hacer el menor movimiento. Las patitas de uno de los lados colgaban en el aire, mientras que las del otro quedaban dolorosamente oprimidas contra el suelo... En esto, el padre le dio por detrás un empujón enérgico y salvador, que lo lanzó dentro del cuarto, sangrando copiosamente, o al menos eso pensó al notar aquella espesa sustancia deslizarse por su cuerpo. Se dejó caer en la cama dolorido y asombrado por lo que acababa de suceder.

El cansancio le hizo adormecerse hasta que una extraña sensación que le recordó al hambre le hizo despertar. Oyó unos pasos furtivos junto a la puerta y como arrastraban una bandeja hasta dejarla dentro de su habitación. Se dio la vuelta para verla y reconoció una cazoleta de leche con azúcar, en la que flotaban trocitos de pan. Se acercó y hundió la cabeza en el líquido, pero enseguida la retiró contrariado, la leche, que hasta entonces había sido su bebida predilecta, no le gustó nada. Se apartó casi con repugnancia de la cazoleta y “voló” de nuevo hacia el centro de la habitación. Por la rendija de la puerta vio que la luz estaba encendida en el comedor. Pero, en contra de lo habitual, no se oía al padre leer en voz alta a la madre y la hermana el diario de la tarde. No se oía el menor ruido. Un rato después su hermana. Al ver que no había probado la leche, le trajo un surtido completo de alimentos y los extendió sobre un periódico: legumbres de días atrás; huesos de la cena de la víspera, rodeados de blanca salsa; pasas y almendras; un trozo de queso duro y un mendrugo de pan untado con mantequilla. Volvió a traer la cazoleta, pero ahora llena de agua. Y por delicadeza se retiró cuanto antes y echó la llave, sin duda para que Gregorio comprendiese que nadie le iba a importunar. Él miró aquellos alimentos, pero no se decidió a probarlos. Algo muy dentro le indicaba que no sería esa su alimentación a partir de aquel momento. Sus “antenas”, “patitas” o como diablos se llamaran sufrieron una sacudida al pensar en... ¡no podía creerlo! el cuerpo de su hermana. Pero no su envoltorio sino su intrincado laberinto de vísceras y músculos. Se vio, por un sórdido instante, navegando por su torrente sanguíneo y lo imaginó al estilo de los grabados de los libros escolares que estudió tiempo atrás.

Empujó con uno de sus pequeños tentáculos aquella comida y se dejó caer de nuevo en el revuelto lecho, aunque aquel horrible pensamiento no le permitió dormir.

Nadie entendería aquel nuevo rumbo que estaba tomando su transformación, su vida. Tenía, pues, que contentarse, cuando su hermana entraba en su cuarto, con verla y escucharla gemir y lamentarse sin poder lanzarse hacia ella y dejarse fundir con su sangre, aunque tampoco podría sobrevivir demasiado en aquel estado.

Oyó que la criada le había rogado a su madre que la despidiese en seguida, y al marcharse, un cuarto de hora después, dando las gracias efusivamente y sin que nadie se lo pidiese, juró solemnemente que no contaría nada a nadie. Gregorio pensó que era un cuerpo menos con el que poder fundirse o atacar o, quizá, hacer suyo. No se le ocurría el verbo adecuado para definir lo que sentía. Por un momento pensó que también sus padres le servirían en aquel propósito, pero un estremecimiento le recorrió cada uno de los poros, si es que lo tenía, al siquiera pensarlo.

Aquella mañana Gregorio, desesperado, se acercó a su hermana. Observó que ella, ya acostumbrada a su nueva presencia, no rehuyó su llegada. —Ahora es el momento—, pensó, e impulsó varios de aquellos pequeños tentáculos verdosos hacia la boca de ella que, sorprendida, quizá aterrorizada, permaneció inmóvil mientras era invadida.

Gregorio notó que su cuerpo se fundía, se transmutaba en un etéreo universo que ya era uno con las células de aquel otro cuerpo que ya le parecía suyo. Notó que la sangre fluía a su alrededor y que cada uno de los tejidos se abría para dejarle paso. Llegó a las cavidades pulmonares y, allí, dejó expandirse su infinitesimal presencia en miles de partículas. Por un instante se sintió el rey de la creación.

Gregorio Samsa había alcanzado ya su madurez. No quedaba nada de su existencia anterior. Ahora solo debía esperar que su hermana hablara, respirara, tocara a alguien más. Así comenzaría su nueva vida, su camino hacia una pandemia universal. Su horizonte era el mundo. Su vida, la muerte de aquellos seres extraños a cuya especie perteneció una vez. ¡Quién podría detenerlo!