Resurrección

05 abr 2020 / 11:23 H.

Hoy nos levantamos sin la alegría característica del Domingo de Ramos. A nadie se le escapa que es muy diferente a otros años. Sin palmas, sin ropa de estreno, sin almuerzo con amigos, sin copita de la media tarde al sol de primavera. ¡Qué sensación más lejana y extraña! El día llega más bien con el paso apagado y vencido típico del Sábado Santo. No obstante, a pesar de todo, de la incertidumbre y del miedo, queremos respirar con el ansia de vislumbrar la Pascua de Resurrección.

Prietas las filas en la tercera semana de confinamiento. Me mentalizo para no dejar sitio al desánimo. Ya no hay sorpresa ni atractivo alguno en quedarse en casa. Ya hemos ordenado la ropa de invierno, de verano y de entretiempo; hemos hecho “sábado” en lunes, en martes, en miércoles...; hemos desempolvado los juegos de mesa que languidecían en los altillos; cocinamos todos los bizcochos que somos capaces de comer, visto todas las series que anhelábamos ver y escuchado aquellos vinilos de crepitar antiguo que teníamos olvidados. Muchos hemos descubierto que existen las conversaciones en videoconferencia múltiple, que ahora empiezan a llenarse de silencios que nadie se pelea ya por llenar. Menos mal que el aplauso agradecido —ese conjuro diario que nos alimenta— no languidece.

El aislamiento hace mella, claro que sí. Sería absurdo negarlo. No creo equivocarme si escribo que todos conocemos a alguien que ha perdido a un familiar querido en estas circunstancias. Desde luego, es el coste más doloroso de esta situación brutal. El virus ha enterrado nuestra soberbia, nuestra superioridad como especie frente a la naturaleza y la vida. Nos ha reducido y humillado como especie. Ha conseguido parar el mundo más desarrollado que hemos sido capaces de construir, ha generado una terrible crisis sanitaria y también social y económica como no habíamos conocido antes. Nos ha recordado la insoportable levedad de nuestro ser y lo frágil que puede ser nuestra civilización.

Hay más facturas por pagar que hoy pasan desapercibidas. La de los familiares que han perdido a sus seres queridos sin poder despedirse, sin pasar el duelo, sin estar con ellos en el último momento, sin saber qué pasó. La de la muerte en soledad, sin compañía, por mucho que se arrime el hombro desde la UCI de los centros sanitarios.

La muerte en soledad se me antoja la peor de las caras de esta pandemia. No poder despedirse, negarse ese último contacto, esa rectificación a tiempo, todo el amor que ha quedado por decirse y hasta ese perdón que quedó pendiente. De un día para otro. De la mirada esperanzada al luto. Sin transición. No quiero pensarlo. Me abruma y me agobia ese vacío que no sé llenar. Me reconforta muchísimo cuando veo en la tele a los sanados enfilar hacia la salida el pasillo de cualquier hospital, mientras sanitarios con mascarillas, viseras y batas les aplauden con alegría y con rabia. Es emocionante cuando esos curados son ancianos. Esas historias construyen las pequeñas victorias que nos harán ganar la guerra.

Se trata de una contienda terrible que ha hecho sonar la corneta del batallón de los sin voz. Y ese sonido que nos deja aturdidos debería hacer reventar los tímpanos de todos. En ese ejército están los abuelos, nuestros mayores. Bendito país de abuelos, bendita sociedad en la que para la mayoría, la edad no debe ser objeto de descarte. Bendita gente a la que le duele la muerte y hasta la soledad de los viejos, el eslabón más débil. Bendita comunidad que reconoce su deuda con sus mayores, con los que trabajaron para que tuviéramos un presente mejor que el de ellos y que cuando vinieron mal dadas, cuando ese presente dejó de tener futuro, compartieron su pensión y su casa con hijos y nietos, sin preguntar, sin esperar nada a cambio. Malditos aquellos que creen que dedicar recursos médicos a gente que tiene —a su entender— los días o los años contados es un despilfarro, un derroche en esfuerzos en gente que ya no vale la pena. Terrible esa falta de humanidad.

Por eso aquí seguimos, resistiendo a la desesperanza, pensando en nuestra Resurrección, en nuestra vuelta a la vida. Quiero pensar que, a pesar de la distancia, estamos más unidos que nunca. Añoro los abrazos de los míos, su calor cercano. Pienso en la libertad que disfrutábamos hace tres semanas. Echo de menos el bullicio de las calles, los bares, la gente anónima y desconocida. Tercera semana. Una recuerdo por los que nos han dejado. Una oración por los que luchan, sobre todo por nuestros mayores. Y un aplauso, y otro, y otro, y otro más, por los que nos cuidan. La ansiada Resurrección está más cerca.