Marta y Luis

05 abr 2020 / 11:23 H.

Dicen los chinos que en cada crisis se puede encontrar una oportunidad. En esta del Covid-19, muchos nos hemos encontrado sin esperarlo con uno de los bienes más preciados y escasos al alcance del ser humano: tiempo. De pronto, uno de nuestros sueños se ha hecho realidad, aunque sea en medio de una horrible pesadilla de continuas muertes y contagios.

¡Cuántas veces hemos anhelado tener tiempo para disfrutar de nuestras aficiones personales, siempre postergadas en detrimento de trabajo, familia y relaciones sociales! Estos días, además de teletrabajar, podemos hacer deporte, aunque sea en casa; leer esos best sellers que solemos reservar para las vacaciones; escribir aquella historia que a buen seguro cosechará los mayores reconocimientos literarios; ver películas y series como si no hubiera un mañana... Aún nos sobra tiempo para cumplir con los quehaceres domésticos, seguir las recomendaciones culinarias de Arguiñano, compartir más tiempo con la familia o hacer esas chapuzas pendientes desde tiempos inmemoriales.

Y todavía hay gente que dice que se aburre. El tiempo es un ente caprichoso, que vuela cuando disfrutamos y se detiene en los momentos de sufrimiento. Así que en esta cuarentena, cada uno puede decidir cómo quiere que transcurra su veleidoso y subjetivo tiempo. Aconsejo optar por el disfrute, aunque estemos rodeados de tanta desgracia diaria, para que al menos el confinamiento en nuestros hogares, ¡qué sanción más liviana!, no se convierta en una tortura. Ya saben lo que decía Óscar Wilde, que “Cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras plegarias”, así que hagamos lo posible para que un privilegio como es tener que permanecer en casa obligatoriamente durante estos días no se transforme en una condena.

Como todo no puede ser deleite y placer en la vida, tampoco debemos desdeñar el aburrimiento. Del tedio han salido grandes ideas para la humanidad. Yo mismo, sin tener ni unos mínimos conocimientos médicos, he creado mi propia teoría para acabar con el virus. Si el Covid-19 es invisible y nos ataca sin que lo detectemos, hagamos nosotros lo mismo, volvámonos invisibles.

A veces aburrirse también conlleva articular teorías absurdas. Más allá de la broma, sí es cierto que este patógeno nos contagia aprovechando una de las principales cualidades y ventajas humanas, nuestra capacidad de comunicarnos y estar en contacto, como muy bien subraya el filósofo Harari en su fantástico libro “Sapiens. De animales a dioses”. Para vencer al enemigo, como en tantas batallas, hay que conocer sus tácticas y contrarrestarlas. Si el Covid-19 funciona como un ejército uniforme y súper disciplinado, los humanos debemos actuar igual: unidos, y no hacer cada uno la guerra por nuestra cuenta.

Por desgracia, solo con asomarnos a nuestros balcones reales o virtuales, que ahora tienen más vida que nunca, podemos apreciar que la unanimidad es algo a lo que el género humano le tiene aversión. Pese a las instrucciones claras y precisas que las autoridades sanitarias nos han trasladado por tierra, mar y aire, en España se ha denunciado a miles de personas por saltarse la cuarentena. Si eso ocurre en un solo país, cuando ponemos la lupa sobre el orbe terrestre esa unanimidad a la hora de afrontar la lucha contra el coronavirus pasa a ser ya una utopía.

La constatación de la disparidad de criterios me ha llevado a recordar durante mis escasos momentos de aburrimiento el germen de un relato corto que tenía pensado escribir hace ya años y que mi falta de tiempo me había impedido plasmar sobre el papel. La historia, muy resumida, se iniciaba con la aparición de un meteorito gigante que se cernía inexorablemente sobre la Tierra y narraba la reacción de la especie humana ante una colisión que, si no se evitaba de alguna ingeniosa manera, aniquilaría por completo a toda la humanidad.

Hoy, ese meteorito se ha presentado en forma de virus y todos tenemos infinidad de ventanas abiertas para ver cómo los humanos nos estamos comportando. Sin duda, esta historia no da para un relato, ni siquiera una novela. Creo que podría escribir un serial completo. Así seguro que no me aburriría. Es probable incluso que la cuarentena se me hiciera corta y me faltara tiempo.

Cuando me llaman para pedirme que escriba este “artículo”, nada mas lejos de mi realidad en ese momento. ¿El periódico de Jaén me invita a que les cuente mis impresiones sobre esta situación? ¡Dios mío!, hace dos o tres siglos que trabajé en ese periódico, además no soy periodista.

Me defiendo pensando que yo era otra entonces, que ya no tengo nada que ver con aquel momento. Que nada me compromete.

Pero hay una mosca revoloteando por mi cerebro y generando un desasosiego pequeño pero directo al punto de equilibrio. La conciencia me revela que sí, que era otra, pero también la misma de hoy, de ahora.

¿Qué me está pasando? Me pregunto, ¿qué puedo yo aportar en medio de todo este marasmo, en medio de estos momento de extrema delicadeza y exacerbación? No tengo ninguna respuesta que justifique lo que escribo, pero como soy osada continúo desenredando la maraña o persiguiendo a la mosca.

Me encantaría escribir unas palabras que confortaran a quien las leyera, que dieran alguna luz o respuesta a alguien, ¿pero?... la historia que llama a mi puerta con insistencia es una historia triste, inapropiada quizá en estos momentos, o quizá no.

Me llama Marta para decirme que acaba de amortajar a su amor. Que lo ha dejado bonito, que le puso la camisa nueva y el traje de la boda, que aconteció hace apenas quince días. Que lo puso bien guapo y le prendió una margarita del balcón en la solapa. Que ella lo hizo lo mejor que supo, con todo su amor.

Me los imagino a los dos y toda la ternura y la gracia del mundo me recorren.

Marta es argentina, llegó a España apenas días antes del confinamiento para estar con Luis, su novio, que a consecuencia de un cáncer está muy enfermo. Llevan 18 años de novios, pero se han visto apenas 5 veces en ese tiempo. Antes de la llegada de Marta, Luis solo tenía un objetivo: que ella viniera. Era su letanía “que venga Marta”, “quiero estar con Marta”. Y Marta llegó. Y creo que fueron felices en ese pisito pequeño de Bami, sin poder salir, sin muchas comodidades y con un horizonte muy corto, pero creo que fueron felices allí, juntos los dos.

Nos vemos por videoconferencia, Luis no tiene buena cara, se les ve cansados, los días acusan la gravedad de su enfermedad, todo va muy rápido. Ellos ruegan un poco de tiempo para su historia de amor en mitad del desastre que está siendo la vida en estos momentos. Ellos piden tiempo para amarse más allá del coronavirus y del cáncer. Nos mandan fotos para mantenernos conectados y veo a Luis descansar en el pecho de Marta. He intentado describir esa foto, pero no tengo palabras.

Rápido, rápido, no todo es fácil, hay hijos, familia, opiniones, muchos relatos y las horas se precipitan y van muy deprisa; pero ellos aprovechan el sol para salir al balcón y sentir el calor de la vida, de la primavera que no entiende de virus y menos mal. Salen al balcón y se miran y se ríen, se ríen con complicidad y cercanía, con naturalidad, se ríen porque están juntos y al sol, porque están vivos. Ellos en ese momento no necesitaban nada más.

La llamada de Marta me deja sin palabras, quiero darle las gracias por contármelo, por hacerme participe de ese momento de profunda intimidad en la despedida. Está excitada y triste pero con fuerza. La dejo que hable a través del teléfono. No se extiende mucho. Al final me dice que hizo todo lo que pudo, que quizá pudo hacer más pero que no supo cómo.

Han pasado unos días de la muerte de Luis. Veo las noticias, me escandalizo, me conmuevo, me indigno, me asusto, se me pasa el susto. Hago teletrabajo desde casa. Veo a mi familia a través de la pantalla. Dicen que nuestra manera de relacionarnos va a cambiar. Dicen que nada volverá a ser igual...

En un mundo virtual me gusta imaginar que unas manos humanas me cerrarán los ojos.