Camposanto Olvidado. Cuentos del Lagarto.

Con la llegada del mes de noviembre también regresan a la memoria aquellos que ya no están y a los que se recuerda el día de todos los Santos

27 oct 2019 / 12:40 H.

Es noviembre y es tiempo de melancolía. El pensamiento igual que la noche llega temprano: es una actividad hermosa dotada de un ritual que solo los iniciados saben como culminar: es preciso para tal cuestión ser un personaje puro y noble. No me estoy refiriendo al poeta o al pintor que es capaz de mudar al lienzo las hojas amarillas caídas en la tarde.

La noche cerrada y en el centro del castellano salón, en una corrala de vecinos, frente a un edificio sin significado —antes si decía algo, pues existía la hermosura de la piedra del Convento de San Agustín— una gran familia reza en torno a la memoria cotidiana y mágica de todos los Santos. La oración elevada a la inmensidad nocturna del cielo se convierte en melodía, mientras las velas que recuerdan y llaman a los difuntos crepitan con pausada alegría: es luz antigua que invoca al ser amado desde que el tiempo es la más larga de las noches. La niebla vuelve con suavidad a buscar el suelo del viejo Jaén: es fina, sus brazos solemnes piden que el convento trinitario retorne otra vez; que su portada dócil y sobria llame la atención de la luna. Y el lagarto asome su verde piel por los raudales del poblachon jaenes. La torre del Concejo, guía y vigilante nocturno, recuerda en la memoria de su reloj sin cuerda, las veces que el jurásico animal asciende desde las entrañas a la superficie de esta ciudad lisiada y descuidada por aquellos que mandan y oprimen: su corazón ya no resiste tantas promesas incumplidas. Pero todavía queda esperanza: no en el poeta, ni en el pintor, ni en el músico, ni en el cantero, sino en ese personaje melancólico y puro en la que la belleza escondida de Jaén asoma por sus ojos: azules y tiernos, en íntima conexión con el Creador, que lo cuida y protege; y a él le encomienda la tarea más hermosa.

El lagarto salió por la puerta principal del convento. Esta vez no hubo transformación de mi amigo al cobijo de la llena luna; mientras esta en pleno éxtasis coronaba el cerro de Santa Catalina. Y la Cruz parecía querer desclavarse de la piedra y ascender al cielo para buscar al único que entendió su misterio. Invocó, pues el lagarto, llamó a Don Manuel López de Lara, arquitecto célebre, creador del abandonado y olvidado cementerio de San Eufrasio. Ernesto miraba a través del cristal de la ventana: sus ojos alcanzaban el corazón del histórico Jaén. Notó la alteración nerviosa de la torre del Concejo: el reloj sin cuerda comenzó a respirar. Solo unos pocos como nuestro amigo son capaces de percibir tal milagro. Los mágicos hechos acababan de empezar. Ernesto desde lo más profundo de su corazón, sabía que algo ocurriría. Alguien le debía algo desde que era un niño. Y quizá esta noche sería la idónea para pagar esta deuda amarga y pesada. En lo más hondo de su alma existía una huella dispuesta a ser borrada. La oración llegaba a su fin. Ernesto reunió nuevamente a su familia y la cena agrupó las conversaciones más sinceras y bellas: la alianza volvía a renovarse. El clan nunca había estado tan unido.

La niebla acarició la fachada del convento de San Agustín y con ternura miró de frente y empezó a ascender lentamente por los peldaños de la corrala. Con sutileza entró en el hogar de Ernesto y conquistó el salón. Este mágico sueño solo fue advertido por nuestro protagonista: la familia seguía plácidamente sentada alrededor de la mesa. La niebla en otra de sus bellas transformaciones apareció ante los ojos de Ernesto: Don Manuel con la cortesía natural del XIX presentó sus respetos a Ernesto. Y con la dulzura de un caballero antiguo le invitó a dar un paseo que nunca olvidaría. Ernesto mientras salía de su casa, acompañado del ilustre personaje, pudo verse sentado conversando con sus hijas en el noble salón: el lagarto había realizado otro truco antológico: el tiempo y el espacio se confundieron para crear el juego más mágico y real. Se dirigieron ambos con calma al cementerio viejo: los ojos azules de Ernesto y de Don Manuel alumbraban la negrura de la noche.

El miedo desaparecía, siendo sustituido por una calma cariñosa: el corazón ya no estaba en alerta, solamente preparado para las más bellas e increíbles sorpresas. Atravesaron la puerta del cementerio, después de rezar un viacrucis ante el Cristo de la ermita del Calvario. El frío inicial de la noche, se tornó en una calidad fragancia. Admiraron la hermosura derrotada de los nichos y mausoleos, la tristeza de los grandes panteones; la decadencia elegante del camposanto. La sorpresa estaba a punto de producirse: repentinamente el eco de unos pasos rompió la quietud serena de la noche: dos figuras se acercaban por la diestra a nuestros amigos. Ernesto no pudo disimular su asombro ante tan magna aparición : Don José Nogué y Don Bernardo López, con una inclinación decimoniana saludaron a los dos visitantes. La reunión fue triste y alegre a la vez: verso sobre el viejo Jaén. La nostalgia de lo bello logró imponerse y el silencio volvió a reinar: el pintor y el poeta suplicaban por la recuperación de la decencia del viejo cementerio de San Eufrasio. Aún queda el verdadero milagro: una figura blanca, de pelo negro, de ojos grandes como la luna apareció por el pasillo central del camposanto. Del cielo una estela de luz descendía. Su belleza de Ángel rompió el corazón de la luna. Se acercó y con dulzura abrazó a Ernesto; fue un abrazo puro, profundo, de amor verdadero: los ojos del buen hombre y de su madre se encontraron en el ascendimiento más hermoso. Ernesto seguía en la vieja silla de su salón. Al lado sus cuatro hijas y su esposa Pilar. Y los nietos y los cuñados, cerca, contemplando la unión inquebrantable del clan. La niebla desapareció: Don Manuel partió hacía el despierto cielo y el lagarto descendió a la campiña, al valle. Necesitaba hablar con el Creador.