Ángeles Ortiz: 35 años ya

Manuel Ángeles Ortiz nació en Jaén el 13 de enero de 1895 y falleció en París, en abril de 1984. Fue un pintor, escenógrafo y ceramista español perteneciente a la Generación del 27 y deja un legado único y memorable

30 jun 2019 / 12:42 H.

Desde París, la voz de María Fortunata Prieto Barral me dio la noticia: Manolo, el de “los Ángeles pajoleros”, como ella llamaba al artista, había muerto en una de las más frías primaveras recordadas. La enfermedad arrastrada se lo llevó aquel 4 de abril de 1984 a la edad de 89 años; un día después se publicaba la noticia y tres artículos firmados por Domingo Sánchez Mesa, otro mío y el de Manuel Orozco Diaz, éste, evocando al pintor como “Una isla de España en el centro de París”. En efecto, Ángeles Ortiz vivía aislado en el Distrito IV de París, a tiro de piedra del Teatro del Odéon, hasta recibir sepultura en el panteón de Brigitte Bardin, su mujer, hasta el traslado a Granada, en cuyo cementerio de San José y a los pies de un olivo de su Jaén originario, reposa desde el 11 de abril de hace 30 años. Una severa piedra de Sierra Elvira selló la sepultura, situada a no demasiada distancia del monumento a Ángel Ganivet, donde permanece representado en el hombre que sujeta el macho cabrío.

Según recuerdo del académico Orozco Díaz, Juan Cristóbal deseo modelar la citada escultura partiendo de la figura de Federico García Lorca sin que éste, que debería posar para ello, luego de algún titubeo aceptase. Magnifico escultor, uno de los primeros amigos en Granada de Manolito Ángeles a quien sigue todo un largo etc. De aquellos nombres significativos que dota a la ciudad de un nuevo entendimiento de sí misma y, claro es, de un aliento cultural que supera muy ampliamente su término geográfico. Así, por ejemplo, el primer Congreso de Cante Flamenco celebrado en 1922; auspiciado por personalidades tan solventes como Manuel de Falla, Federico García Lorca y Manuel Ángeles Ortiz..., éste, autor del cartel de aquel acontecimiento, a partir del cual, el arte flamenco alcanza en toda España una dimensión de respeto que otrora no tuvo.

En aquel clima de dar sepultura a Manuel Ángeles, estábamos quienes fuimos a ver y a ser vistos, entre ellos una nómina considerable de la cultura granadina y giennense y, entre estos, Emilio Arrollo, el que fuera alcalde de Jaén, José Luis Codina, a la sazón director de Diario JAÉN... y, ¡cómo no! la palabra del ministro de Cultura, Jorge Semprún, leída de un telegrama escrito en estos términos: «vuelve al fin del destierro Manolo Ángeles Ortiz. Todos hemos ido volviendo. También los que se quedaron. Aquí estamos juntos, los vivos y los muertos. En esta tierra. Para desterrar de ella toda amenaza del destierro político».

Mera elocuencia de un ministro que jugó a ser el André Malraux español y, probablemente, ignoraba las repetidas visitas que, desde 1958, hacia Ángeles Ortiz a Granada. Así se desprende de la siguiente precisión de Manuel Orozco Redondo en la página 62 de Figuras en la Granada de Lorca: “Conocí a Manuel Ángeles Ortiz en el verano de 1958. Estoy orgulloso de haber sido el primer, y entonces único, amigo alejado de su generación y de hecho integrado, junto a Juan de Loxa y luego Maldonado, en una escena distinta de la de su tiempo. Por entonces, la etapa comercial de su obra sería muy importante al tiempo que desastrosa para su pobre economía”. Quede claro quienes fueron las primeras personas que trataron al pintor en Granada. Cierto que siempre puede existir, como de hecho acaece, algún posible erudito que, como me contaba indignado Juan de Loxa, jugase al ensombrecimiento del artista jaenés en favor de otro plástico granadino, ciertamente meritorio; aunque a mi ver, no tan impregnado del universo granadino como el pintor que centra estas notas de recuerdo y, al decir de Manolo Rivera, “pintaba los olivos como lunares”. Artista de la diversidad y creador de imágenes coherentes con el marco de su propia perspectiva vital, que, aun con su dilatada permanencia francesa, no quiso quedarse amurallado en París: “Miguel, Francia cuenta en mi vivir pero no cuenta en mi pintura”. Así manifestaba su desgana a visitar la exposición de Pierre Bonnard; ya en años distante de contemplar la heterodoxa muestra de los primeros “impresionistas” colgada en Madrid de la que conservó atisbos simbolistas, cuyo aliento se percibe en el cartel realizado para anunciar el Primer Concurso de Cante Flamenco: “Cartel magnífico” que diría el gran pintor Ignacio Zuloaga. Acontecimiento que, además de estrechar los lazos entre Manuel de Falla, García Lorca y Ángeles Ortiz, adenso el universo de éste en cuanto hace a dar nombre a la cercanía y a lo popular; por lo demás, motor que, según la pensadora Hannah Arendt, coetánea de Manuel Ángeles Ortiz, da carta de ciudadanía a la pluralidad, dado que: “Aquello para lo que el lenguaje no tiene ninguna palabra, queda fuera del pensamiento”. Ciertamente, en palabras de Antonio Manuel Rodríguez Ramos: “Las cosas existen cuando se nombran. Y solo cuando se nombran existen. Desde la estrella más alejada del firmamento, a la partícula más ínfima de la materia. Solo lo más lejano carece de nombre” y, claro es, esto queda lejos de quien deseo cultivar un concepto de síntesis que puede enlazar la arquitectura popular granadina con el naturalismo de las maderas recogidas en la Patagonia como anáforas de una forma de entender lo primigenio.

Nacido en Jaén, en 1895, y luego de avecindarse en Granada y jugar por sus calles inundadas de los olores, enseguida conoció a recordado y dilecto amigo Federico García Lorca de quién me diría, ya muy quebrada su vida: “Fuimos universidades reciprocas”. Juntos comenzaron a observar y a vivir los colores de aquellos atardeceres de la Granada más huertana, la más próxima en sensaciones que tenían que ver con las que Manolo había contemplado en los otoños jiennenses cuando, desde alrededores de su casa, miraba hacia Puerto Alto y la pereza de la tarde se galvanizaba sobre el horizonte. Los jiennenses contemplamos este espectáculo año tras año hasta ahormarnos en el germen que fermenta en ambas ciudades hasta alcanzar la fraternidad que, de natural, habitó en los dos artistas.

FIESTA SIMPáTICA. Según Antonina Rodrigo, Federico y Manolo se conocieron en una fiesta de guanteros: “Fue una fiesta simpática y alegre. Cantaban a coro familiares y amigos romanzas y fragmentos de zarzuelas. Recuerdo que una de las cosas que cantaban era aquello tan popular de: “Por fin te miro, Ebro famoso...” de “Gigantes y Cabezudos”. Pero como yo era muy tímido, empezaba a cantar y miraba a unos y a otros, me daba vergüenza y me callaba. Entonces mi madre me decía: ¡Niño canta! ¡Pero, canta, niño! Esto no lo olvidó nunca Federico y ya, para siempre, de vez en cuando, me decía: ¡Niño, canta!”.

Recuerdo que Ángeles Ortiz amplia a Manuel Orozco Díaz así: “Si, yo a Federico lo conocía...no sé, si yo diez u once años y él tendría ocho. Ya te digo, de pantalón corto. Y desde siempre teníamos una amistad entrañable, la familia y, sobre todo, él y yo”. Estos “diez” u “once” años recordados por el propio Ángeles Ortiz notifica con cercanía la llegada del jiennense a Granada y alargan los años pasados en Jaén, escolarizado en el Colegio de “Los Ángeles” hasta su marcha a la ciudad vecina, regresando con cierta frecuencia a Jaén. Avecindados en Campillo Alto, posteriormente Manolo y su madre se trasladaron a la calle del Estribo situada en el corazón de la ciudad; entorno que reproducía el de Jaén: Calle de la Parra número 4, a cincuenta metros de la parroquia del Sagrario donde Manolo había sido bautizado y cuya distancia no era superior a la existente entre el domicilio de la calle del Estribo y la puerta de la Capilla Real.

OTRO PAISAJE. En este entorno, Manolito frecuentaría a los hermanos Carrazo, Ismael González de la Serna, Juan Cristóbal, Ángel Barrios y, de manera especial, con Federico García Lorca. Juntos comenzaron a contemplar los atardeceres de aquella Granada, en algún sentido, parejos en sensaciones a los recordado de Jaén. De aquí, probablemente, aquella tarjeta enviada al pintor por Federico en términos parecidos a estos: “Manolo, desde que conozco Jaén te quiero más”. Admiración mutua y afinidad para contemplar la naturaleza de manera un tanto estoica que, a mi ver, encuentra reflejo en “Impresiones y Paisajes”, el primer libro del poeta publicado un año antes de que el escritor granadino quedase ganado por el de Moguer a quien, en 1919, visitó provisto de una carta de Fernando de los Ríos, Federico pasa un año de los dos decenios, Ángeles Ortiz había cumplido cinco lustros y la distancia entre ambos estaba asentada. Tiempo, ausencia, paisaje y paisanaje palpitan de igual modo en ambos. Así lo asevera José Bergamín y se dice también del propio Federico; “la poesía de su pintura y la pintura de mi poesía nacen del mismo manantial”. Manantial que, parafraseando a Juan Ramón Jiménez, “... tiene raíces y alas: para que las raíces se extiendan y las alas vuelen”.

MANUEL DE FALLA. Con Manuel de Falla nacería una amistad tan enraizada y extendidas como el Concurso de Cante Jondo de 1922, en cuya organización trabajó junto a Federico García Lorca y Manuel de Falla introduciéndose también junto a ellos en la tertulia de “El Rinconcillo”; según Ángeles Ortiz en la Peña Flamenca de Jaén, Juntos buscaron aquella oralidad popular por cortijos, cortijillos, pueblos, tertulias y tabernas para conocer personas dispuestas a participar en el certamen, cuyo primer premio ex aequo fue para un chiquillo de 14 años llamado Manolo Caracol y “El Tenazas”, cantaor más bregado. Junto a Manuel de Falla también abordó otra labor cimera, recordada en la muestra “Manuel de Falla y Manuel Ángeles Ortiz. El retablo de maese Pedro. Bocetos y figurines” inaugurada el 7 de mayo de 1996 en la Residencia de Estudiantes. Manuel Ángeles Ortiz fue requerido por Falla para la escenificación de la obra, compuesta a petición de la princesa de Polignac, para su estreno en París en 1923, dos años después en Sevilla (1925) y en Ámsterdam (1926); pieza creada a partir del capítulo XXVI de la segunda parte de “El Quijote”, donde se ponía en juego el fraternal abrazo entre tradición y modernidad que, sin demasiada pereza, viene acompañando la arqueología del ser andaluz oriental; tanto en la razón, cuanto en la búsqueda de sentimiento y atracción por la belleza, aspectos que fluyen en la obra de Ángeles Ortiz.

La relación con Picasso siendo cercana, contada a la manera de Isabel Clara, hija del pintor y ahijada de Federico García Lorca, tiene su perspectiva. Manolo cantaba bien, lo demostró con más de 80 años durante su estancia en la Peña Flamenca de Jaén dejando un pequeño dibujo y una dedicatoria en el libro de firmas que allí deben constar y, como a Picasso, le gustaban los toros; sin embargo, la relación con el artista malagueño tiene otras razones: Olga Khokhiova, primera mujer del malagueño, gustaba acudir a cuantas fiestas nocturnas era invitada y precisaba la compañía de Picasso quien, casi siempre, pintaba de noche; motivo por el cual Ángeles Ortiz se convertiría en el acompañante de Olga. Luego vendría sí, el telegrama del malagueño que liberó al jaenés del campo de concentración de Saint Cyprien, donde fue a parar huyendo de la Guerra Civil; después, claro es, que Ángeles Ortiz, antes de dejar Paris para trasladarse a Barcelona, dejase obras que tienen que ver con el retorno al orden. Profesor de Dibujo en el Instituto Maragall desde 1933, 1939 supone su vuelta a la ciudad francesa con la consiguiente integración en el grupo de artistas españoles que da nombre a ese cajón de sastre que fue la llamada “Escuela de París”, denominación alentada por el comerciante y político Agustín Rodríguez Sahagún. Enseguida, la Segunda Guerra Mundial y la huida hacia Argentina y, en 1958, su el inicio de sus repetidas visitas a Granada ya acompañado de Brigitte Badin, pianista y pintora con quien casó en 1964; dos décadas después de realizar las litografías para ilustrar el libro de su amigo Herrera Petere, una de ellas, tan evocadora de la ciudad de Jaén y su catedral, a cuyos costados vivió y en su sagrario fue bautizado el día 13 de enero de 1895. Pintor de geometrías un tanto mágicas a quien Pedro González-Trevijano emparenta con los cubistas más robustos tras su primera etapa parisina, crisolada a través de esa luz que supone el espejo del paisaje granadino, contemplado desde el hondón y blancor del Albaicín ya en años en que, sin olvidar que la mente pertenece al cerebro, pero también al cuerpo, ambos casos, comportan lo que el neuropsicólogo Elkhonon Golberg explora como la paradoja de esa sabiduría que, a mi ver, alcanza Ángeles Ortiz.

Años de reencuentro con la Granada secular, cuya Real Academia de Bellas Artes de Nuestra Señora de las Angustias de la que fue Académico Correspondiente, además de dedicarle un sentido acto de recuerdo tras su fallecimiento, conserva un dibujo que evidencia el continuo recuerdo del artista de su amigo Federico; maridaje, en fin, que, de algún modo, entronca a Manuel Ángeles con la Granada joven y lo convierten en paradigma de toda referencia lorquiana. No deja de ser elocuente éste recuerdo de Juan Manuel Brazán, ejemplar pintor y amigo: “Conocí a Manuel Ángeles Ortiz en el mes de febrero de 1977, en París, acompañado de Francisco Ramírez que organizaba las “Jornadas de Granada en la UNESCO”, en su sede de Paris. La muestra recorría la cultura de Granada desde finales del siglo XIX hasta el momento. Mi trabajo fue montar la exposición. Fuimos a su casa a recoger sus obras. Nos pasó a la habitación en la que trabajaba. Con melancolía, respiraba añoranza de tierra del sur. Su rostro, como su cuerpo, transmitía aire de exiliado... De no encontrarse en su lugar. Muy sensible al paisaje de su juventud. Todo era modesto en aquella casa, hasta la luz de la tarde que se introducía por las pequeñas ventanas. Con sensibilidad nos mostró una de sus últimas obras: una escultura en bronce que era representación de una pieza de hogaza de pan, de características de cuarterones de pan de Granada o Jaén, mostrándonos su emoción con el resultado de la obra. Con él estaba la luz de su juventud de Andalucía. Aquella tarde me enriqueció en mi vocación”.

Después, los reconocimientos se suceden y con ellos la gran exposición organizada en 1981 por la Dirección General de Bellas Artes (Madrid, Sevilla, y Granada), cuya exhibición en el Museo Provincial de Jaén de debió a la gestión de Juan González Navarrete e, Inmediatamente después, Medalla de Oro y nombramiento de Hijo Predilecto, nombramientos otorgados por la primera corporación constitucional del Ayuntamiento de Jaén, de lo cual da cuenta a Manuel Orozco en carta firmada en Paris el 5 de junio de 1981, y, junto a la solicitud de una calandria macho, dice esto: “No se si estarás enterado de que éste próximo día, dieciséis o diecisiete de junio, me festejan en Jaén, mi ciudad natal, para lo que estoy invitado y llegaré en avión a Málaga el día quince. En Jaén estaré unos cinco días y a Paris seguidamente, pues tengo que tener cuidado con mis fuerzas”. Efectivamente, la calandria llegó con Manuel Orozco, Manuel Maldonado, Juan de Loxa y Miguel Rodríguez Acosta para escaparse en París y volar por el Parque de Bologne, pero también en la mente del artista hasta quedar representada con florecillas y una guitarra en el cartel de la Tercera Bienal de Flamenco celebrada en Sevilla, probablemente la última obra firmada por Manuel Ángeles Ortiz.