La Enfermería en la literatura
Ponencia del escritor jiennense Emilio Lara en el inicio del acto del Ilustre Colegio Oficial de Enfermería de Jaén por la festividad de San Juan de Dios
De chico vivía al lado de la Casa de Socorro, de manera que cuando me hacía alguna matadura me llevaban en volandas a aquel sanatorio de urgencias donde me daban puntos para remendarme las heridas o me ponían lañas si el siete en la carne era aparatoso. Los médicos y practicantes me atendían cigarro en boca en un cuarto blanco que olía intensamente a alcohol y a medicamentos, y cuyos mobiliario e instrumental parecían proceder de un museo de la ciencia. Soportaba estoico las curas, pero me aterraba el ritual de las inyecciones. El practicante abría el estuche metálico alargado que guardaba la jeringa de vidrio desarmada y las agujas, vertía un chorro de alcohol, le prendía fuego con un misto y brotaban unas llamas azules y naranjas que yo deseaba no se extinguiesen nunca. Pero se apagaban. Finalizado aquel aquelarre desinfectante, el practicante armaba con destreza la jeringa sirviéndose de unas pinzas, extraía el líquido de la ampolla medicinal y yo, con el culo en pompa, notaba el relámpago frío del restregón de alcohol y dos papirotazos antes del pinchazo.
Mi tía Isabel, que tuvo una vida novelesca o peliculera, fue hermanita de los pobres durante once años en Francia e Italia durante el pontificado de Pío XII. Como era muy dispuesta hizo un cursillo para trabajar en la enfermería conventual, donde se las apañaba para atender a los ancianos asilados como recordaba con salero muchos años después de colgar los hábitos. Mis abuelos maternos acudían a misa al convento de san Clemente, y allí, tras la reja, entre apacibles borrascas de incienso, las monjas de hábito color nieve adoraban el Santísimo con el rostro cubierto con un velo blanco, como fantasmas buenos. También, mis abuelos solían requerir los servicios de las siervas de María del convento de San Antonio en los Jardinillos, y a veces los acompañaba para ver cómo las monjas vestidas de blanco les tomaban la tensión o ponían una inyección. Eran otros tiempos, una época de mezcolanza de funciones y disparidad de estudios que entroncaba con nuestra historia, cuando en la Edad Moderna la jerarquía de los oficios sanitarios era: médico, cirujano y barbero.
Entre los siglos XVI y XVIII, los médicos eran los facultativos que estudiaban en la universidad y curaban recetando medicinas y pronunciando latinajos para darse importancia. Los cirujanos no eran titulados universitarios, poseían algunos estudios y habilidad práctica y eran quienes realizaban las cirugías mayores, es decir, los que operaban y amputaban miembros. Los barberos, además de cortar el pelo y afeitar, practicaban las curas y cirugías menores como sajar golondrinos, sacar muelas o aplicar sangrías con ventosas y sanguijuelas. Esta estratificación profesional la tuve en cuenta al escribir mi novela La cofradía de la Armada Invencible, donde también incluí un par de nazarenos que ayudaban como enfermeros en el hospitalico que su cofradía tenía en Cartagena para atender a los cofrades convalecientes.
La palabra y el oficio de enfermero se generalizaron en el siglo XVII en los hospitales regidos por órdenes religiosas. Los enfermeros, hombres y mujeres tanto laicos como eclesiásticos encargados de la atención básica de los enfermos, constituían la primera línea de la lucha contra la enfermedad y procuraban todo tipo de cuidados a quienes tenían la salud quebrantada. Por cierto, en nuestra ciudad, hasta el siglo XVIII, dar de alta a un ingresado recibía el fantástico nombre de “estar listo para el comercio”. En el hospital de San Juan de Dios de Jaén, en 1808, a comienzos de la Guerra de la Independencia trabajaban tres enfermeros, siendo uno de ellos una mujer, María Mendoza. Que yo sepa, la primera enfermera de la que se tiene constancia histórica en tierras jiennenses. Ahora bien, a pesar de hacer idéntico trabajo, ella cobraba quince reales mensuales, cuatro veces menos que sus compañeros varones.
Soy lo que siempre quise ser: escritor y profesor. Quizá uno de los pilares de la felicidad, de desarrollarse con plenitud, sea tener una vocación y dedicarse a ella. En mi caso la vocación es doble, o siamesa. Cuando hace años publiqué mi primera novela y los periodistas me preguntaban cómo me definía, respondía que era un profesor que escribía. Poco tiempo después comprendí que en realidad era un escritor que daba clases. Sé lo que significa sentir la llamada de una vocación, luchar por ella contra viento y marea, a veces contracorriente, y disfrutar ejerciéndola.
Es lógico que muchos escritores hayan reflejado en sus obras la profesión de enfermería, porque solamente quien vive una vocación es capaz de entender otras. Los escritores utilizamos como material de construcción los recuerdos propios y los ajenos —que hurtamos como ladrones de guante blanco—, y también usamos lo que hemos vivido, leído, escuchado y visto en el cine, con el añadido de la imaginación, que no es otra cosa que la creatividad sometida a la disciplina. Mezclamos en una coctelera la vida vivida, la que quisimos vivir y no supimos o no nos atrevimos, y la vida soñada. La memoria de un escritor es una depuradora que filtra y decanta sus experiencias para transformarlas en literatura. Por todo ello, la enfermería no es solamente una de las profesiones más representadas en la ficción, sino una de las que sale mejor paradas. Y es que los autores les debemos mucho a esta fiel infantería de la sanidad.
Hemingway fue el prototipo de escritor aventurero, de macho alfa que necesitaba chutes de adrenalina que encontraba en la guerra, la caza, los viajes, las noches de farra y alcohol y las amistades extremas. En Adiós a las armas, el premio Nobel utilizó su experiencia en la Primera Guerra Mundial para escribir la historia de amor entre un idealista conductor de ambulancias que resulta herido en el frente de Italia y la enfermera encargada de cuidarlo en el hospital. En esta novela echó mano de la autoficción para homenajear a las enfermeras bélicas, pues gracias a los desvelos prodigados por la enfermera con la que él mantuvo una relación sentimental durante la contienda, no perdió la pierna.
Historia de una monja, de Kathryn Hulme, es un libro basado en la biografía de Gabriela van der Male, una inteligente y aplicada muchacha belga que intentó conciliar su pasión por la enfermería con la vocación religiosa. En el convento elige el nombre de sor Lucas, y gracias a su persistencia ante su superiora consigue ser trasladada al Congo para ser útil en la lucha contra las enfermedades tropicales. Sin embargo, tras profesar diecisiete años como monja, prevaleció en ella el servicio sanitario sobre la estricta obediencia religiosa, por lo que abandona la vida conventual para dedicarse exclusivamente a la enfermería. La película fue protagonizada por la guapísima Audrey Hepburn, cuya genial interpretación muestra la pugna interior que vivió esta mujer, nacida para el estudio de la medicina y la práctica sanitaria.
Una novela ambientada en Italia durante la Segunda Guerra Mundial es El paciente inglés, de Michael Ondaatje, cuya versión cinematográfica es de conmovedora belleza. La historia se centra en un hombre convaleciente de las horribles quemaduras que sufrió en el Norte de África, al ser derribado el avión donde transportaba el cadáver de la mujer que amaba. Por avatares de la guerra, este paciente, al que las autoridades aliadas presuponen inglés, será trasladado a un monasterio semiderruido por una bomba en las cercanías de Florencia, donde lo cuidará con exquisitez una terca y valiente enfermera canadiense, que le lee cada día fragmentos del libro Historias, de Heródoto, que él llevaba encima cuando sobrevivió al accidente aéreo. El papel de Hana, la enfermera, es crucial para entender el poder de la sanación del cuerpo y de la mente a través de la medicina, del cariño y de un trato profesional inmune a la deshumanización.
En los últimos años proliferan novelas históricas ambientadas en la Edad Contemporánea que recogen el mundo de la enfermería. La exitosa Hamnet, de la escritora irlandesa Maggie O’Farrell, es una novela que se desarrolla a finales del siglo XVI cuyo protagonismo gira en torno a Agnes, una mujer analfabeta pero con una serie de dones naturales. El primero de ellos es la capacidad de calibrar la bondad o maldad de las personas a través del tacto. Este don se acompaña de la facultad de adivinar el porvenir de una persona con sólo rozarle la piel. El tercer don es saber combinar las hierbas medicinales para curar muchas dolencias, lo que la emparenta de alguna manera con las enfermeras. Agnes se convertirá en la esposa de William Shakespeare, y la genialidad del libro estriba en el manejo de las emociones, en el dolor de una madre que pierde a un hijo y en cómo este niño muerto será íntimamente homenajeado por su padre en el drama Hamlet.
¡Llamad a la comadrona!, de Jennifer Worth, es una narración histórica con una importante carga de autoficción, pues la autora ejerció como comadrona en el Londres de la posguerra mundial, una ciudad donde todavía eran patentes los destrozos de los bombardeos alemanes. El libro es mucho más que las rocambolescas historias de unas jóvenes enfermeras dedicadas a atender a las parturientas en un hospital religioso, pues lo que recuerda el lector al cerrar el libro son los enormes avances médicos experimentados en las últimas décadas, y sobre todo, la apasionada entrega, la humanidad y el espíritu de sacrificio de estas mujeres.
Como Olimpia Maidalchini, la protagonista de mi novela Venus en el espejo era una mujer de carácter, decidí que ella consentiría que sus embarazos fuesen supervisados por un facultativo, pero para dar a luz sólo permitiría que la atendiesen comadronas. Sólo se fiaba de mujeres en dichos trances. De modo que siempre que aquella mujer de tronío de la Italia del siglo XVII estaba pronta a romper aguas, acudían a su casa dos expertas matronas, las cuales la sentaban maniatada en una silla de partos, y con jofainas de agua caliente, toallas, jarabe de artemisa y sabios manejos con las manos, traían a los niños al mundo. El hospital universitario de Móstoles celebra cada año el Día del Libro mediante la actividad “Recetando lecturas”, consistente en servir el desayuno junto con las páginas de determinados libros. En 2019 los escritores recetados fueron María Dueñas, Santiago Posteguillo y yo mismo, y me gustó que aquellos desayunos ofrecidos a los enfermos fuesen una dieta complementada con letras, de manera que además de alimentar el cuerpo, alimentasen la mente, y me gustaría pensar que también el corazón.
Recientemente, el hospital universitario de Jaén ha inaugurado unas salas de oncología con nuevos aparatos diagnósticos, y en algunas de las paredes figuran frases de autores jiennenses especialmente escogidas para los pacientes y sus familiares. Sé bien, y de forma reiterada, lo que significa acompañar a enfermos de cáncer a realizar sus pruebas y tratamientos, así que ojalá esos breves textos de Antonio Muñoz Molina, Joaquín Sabina, Antonio Machado y míos proporcionen ráfagas de cariño y esperanza. En mi caso se eligió una frase de la novela El relojero de la Puerta del Sol: “La amistad no depende de la cantidad de tiempo transcurrido, sino de la intensidad con la que se vive”. La vocación es como la zarza de Moisés: un fuego que nos devora por dentro, que no se consume y no se apaga jamás.
Hace tres años, en un curso de verano de la Universidad Internacional de Andalucía que dirigí en Baeza conocí a Paqui, una lectora mía que se había matriculado como alumna. Era una simpática granadina afincada en Cádiz que irradiaba vitalismo y que jamás de separaba de Meadow, su perra, una golden retrivier nacida en los EEUU de donde tomó su hermoso nombre, Pradera. Meadow era el perro guía de esta andaluza que años atrás comenzó a perder la vista por una retinitis pigmentaria, hasta que su fundieron los plomos de su visión y quedó ciega. Ella era y es enfermera, y como ya no puede curar con las manos, lo hace con la garganta.
Tiene una bonita voz y visita en los hospitales a los enfermos para leerles, para que la palabra escrita, convertida en palabra hablada, se convierta en medicina anímica y ayude al restablecimiento de la salud, a espantar la soledad y a insuflar esperanza donde habita el desánimo. La pérdida de uno de sus sentidos corporales no derrotó su vocación sanitaria, que compagina con su voracidad lectora, su empuje y sus ganas de conocer a letraheridos y a escritores. Por todo ello, quienes nos hemos reunido hoy aquí tenemos injertada en el corazón una zarza que arde sin consumirse, llevamos alojado en el interior una lumbre de san Antón que ni siquiera podría apagar un parque de bomberos. Se trata del dulce fuego de la vocación.