El olivo: Un universo de memoria

Durante cerca de 1.100 años, el árbol y un tejo han estado juntos en tierras de Cantabria como abrazo entre las tierras del Norte y las del Sur, todo un ejemplo de la diversidad en España

13 nov 2022 / 15:51 H.
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Uno de los privilegios de los seres humanos es la contemplación del paisaje, secuencia absolutamente entroncada con la capacidad de pensar la tierra como un bien contemplado a modo de paradigma personal y colectivo. Percepción adentrada en los pueblos a través de ese pálpito filial que los define y los evoca desde tiempos remotos como el territorio que construye un memorioso devenir de imágenes y sentimientos tales como el olivo, cuya grandeza parte de cuanto tiene de dádiva, pero también de ese misterio frágil y hermético que milita en la dualidad polícroma de sus finas y alargadas hojas y, claro es, también en la enorme robustez de sus raíces horizontalmente crecidas entre la tierra. Base primera para sostener una recia troncalidad con absoluta vocación de verticalidad extremadamente simbólica. Recordemos, por ejemplo, la bíblica Escala de Jacob y su proyección en escritores como Giovanni Papini. Para Jane Goodall, solo amamos lo que conocemos y protegemos lo que amamos. Discurso hoy sostenido mundo adelante alimentando ideas sobre reforestación y educación ambiental mediante un impulso que ha de llevar de suya la garantía de la alimentación para esos millones de seres humanos que, antes o después, dependerán de un desarrollo sustantivamente local, acorde con la sensibilidad de quienes crecen en su entorno acariciando el paisaje como esa segunda piel que configura e influye en nuestra manera de ser más allá de la propia genética. Desde hace años alimentamos la conciencia ciudadana en torno a la naturaleza y a cuanto esta supone en el desarrollo de los pueblos, en los que, no siempre, nos encontramos con personas capacitadas para marcar diferencias entre belleza y bondad, asumiendo la verdadera estatura de semejante legado patrimonial. Aspecto que, de ninguna manera, ha de ser mirado de soslayo o divorciado de la sociedad que lo habita y lo muestra a modo de espejo frontal.

Como acaece con la diversidad de las lenguas que enriquecen la cultura de un país, la práctica del paisaje arropa y da contenido a la memoria que arma y acredita la solidez de los pueblos que se afirman desde sí mismos. Discurso enfrentado al historicismo universalista e “ilustrado” construido a través de la lógica de una modernidad cada día más cuestionada en su huida de la naturaleza y la costumbre. Atalaya sincrética desde la cual el universo del olivar y el olivo, conforman un cosmos de belleza absolutamente total y humanista. Tal sucede en las tierras del Santo Reino, incluida esa parte del proceso identitario que, en observación del profesor Anta Félez, “emerge como una idea de industria hacia el futuro: cosa con la que prácticamente todo el mundo en Jaén está de acuerdo”. Aseveración, obviamente, que refuerza y pluraliza la poética del olivo en esa redondez de larguísima trayectoria que acredita y realza la vertiente más sensible y enigmática del olivar, tal y como se desprende del estudio firmado por el escritor Emilio Lara en “El olivo como icono del arte contemporáneo jiennense”, incluido en el volumen de José Luis Anta, José Palacios y Francisco Guerrero: La cultura del olivo. Ecología, Economía, Sociedad, 2001, Universidad de Jaén.

En cuanto hace a lo primero, es de razón aprovechar los recursos propios como escaparate y respuesta a la demanda de la sociedad y, efectivamente, también es pertinente no olvidar la grandeza de este árbol redentor con mayor amplitud y ejemplaridad. Sin ambages, digamos que el olivo vino a inyectarnos una savia vivificadora, conectable con múltiples acontecimientos y diferentes maneras de registrar el arte más afín a la historia y su engarce con tierras como la nuestra. No obstante, la estimación aludida no dejaría de significar por sí sola una perspectiva demasiado chata del olivo, árbol de paz, pero también de ese más que abrazo candeal entre culturas y pueblos, como podemos ver en el entorno del predio cántabro sobre el que se alza la iglesia de Santa María de Lebeña: tierra fronteriza con la asturiana y, en alguna medida, ambas hermanas en cuanto hace al devenir de la historia de España.

No debería parecer desacierto remembrar, siquiera mínimamente, otra suerte de manifestaciones que afirman el devenir de este árbol milenario y seductor enquistado en la tierra desde fechas remotas. Un estudio reciente realizado en la Universidad Hebrea, desvela la primera existencia del olivo en el valle del Jordán hace 7.000 años. Esto significa que, previamente, fueron llevados allí vestigios de tal especie, bien fosilizados o en cualquier otro estado. Por consiguiente, seguimos pendientes de nuevos datos biológicos de este mítico árbol que, sin duda, aún dilatarán más el comienzo de su tiempo histórico.

<i>MIXTA (30X19). Tronco de tejo. / Miguel Viribay.</i>
MIXTA (30X19). Tronco de tejo. / Miguel Viribay.

SERENA BELLEZA. De cualquier modo, la secuencia entre el tiempo biológico y el tiempo histórico es movediza en las especies arbóreas que habitan el planeta entre las que se distingue la compacta corporeidad del olivo, uno de los ejemplares que ha merecido mayor atención entre las especies arbóreas. Historia cargada de misterio, con vestigios entroncados en culturas como la egipcia: la testa del faraón fue coronada con entretejidas ramas de olivo y, desde el lado funerario, las aceitunas servían de mágico alimento al personaje durante el obligado tránsito al más allá. De cualquier modo, la remansada y verdeante corporeidad del olivo también se nos acerca desde fechas que tienen que ver con la disputa entre Atenea, diosa de la sabiduría, y Poseidón, rey del mar; acontecimiento, según Heródoto, que dio lugar a la ciudad de Atenas.

ALIMENTO DEL PUEBLO. Sabemos cómo ciertas ramas de olivo eran cuidadosamente seleccionadas para coronar a los vencedores de los juegos olímpicos a quienes también les era concedida toda la cosecha de aceite que se obtuviera en las plantaciones de Ática. En cualquier caso, la aparición del olivo sobre la tierra hunde sus genuinas y profundas raíces a partir del enfrentamiento de Atenea y Poseidón a causa de la posesión de una colonia. La disputa dio como mediador a Zeus, dios de la divinidad y “padre de dioses y de los hombres”, hermano de Poseidón, quien dejó a cada uno de los litigantes la libre utilización de sus propios recursos: Zeus, asestó un enorme golpe de tridente que hizo brotar del suelo un vigoroso corcel que haría invencibles a los ejércitos. Atenea, diosa de la guerra y de la sabiduría, estratégicamente, hizo brotar el primer olivo: manantial de aceite y alimento del pueblo que, entre otras bondades, producía un zumo balsámico, óptimo para sanar las heridas. Propiedades ante las cuales los dioses del Olimpo, de modo unánime, se manifestaron en favor de Atenea. Es de recordar también, como en la Eneida, Virgilio, al referirse a Eneas, enseguida de llegar a la región del río Tíber pregunta a Palante, hijo del rey Evandro, si deseaba hacer la guerra o fomentar la paz. La respuesta no se hizo esperar: Eneas responde mostrándole una rama de olivo desde la popa de su barco y Orestes, como suplicante, hace lo propio.

ALIMENTO CRISTIANO. Desde la bruma que alienta y anida en el cristianismo, un olivo creció en la tumba de Adán y, sin que su existencia quedase periclitada en modo alguno con el diluvio, fue una paloma la que, con aquella pequeña ramita de olivo trasportada en el pico, anunció a Noé el nuevo inicio del mundo vivo. Así las cosas, no es aventurado aseverar que, en efecto, el olivo es la única especie vegetal que no sucumbió al diluvio, figurando como compañero de viaje del cristianismo desde tiempos muy remotos. Símbolo de paz con el que Jesús, entre palmas y ramas de olivo, fue recibido en Jerusalén de manera triunfal; contrapunto de lo acaecido no a mucha distancia de allí, con su propio prendimiento. Ambos pasajes, delimitan en sí la importancia del olivo en la historia del cristianismo y por idénticas razones, la esencialidad de aquella rama de este árbol que ya en las catacumbas, contaba con el impulso simbólico de su representación. Así acaece también en la cultura coránica, esta contempla el olivo como un árbol central: eje del mundo, símbolo del hombre universal, del Profeta, árbol, en fin, de luz de la verdad, árbol bendito, como lo llama el Corán... ¡pues si el aceite de oliva alimenta las lámparas, así también el Profeta ilumina a quienes le escuchan!

LEBEÑA. Con todo, y de espaldas a esa tendencia unificadora, fuera de cualquier conducta reductora o, peor aún, naif, de la que andamos bastante sobrados por estos predios, el paisajismo adquiere consideraciones acordes con la poética ecológica mejor dispuesta para rescatar las bondades de la naturaleza en la que el olivo, junto a su importancia en el arte moderno y contemporáneo, cobra cuerpo y mirada con ese calado polisémico que, desde Monet, construye una contemplación de su propia mismidad estética. En cuanto a su sinergia, se nos acerca abrazado a la cultura mediterránea desde comienzos muy remotos, entrecruzándose, no solo con el cristianismo, también lo hace con culturas que pudiesen parecer antagónicas o en diáspora. En cuanto al boscoso y ancestral espíritu del Norte, el entendimiento entre el aliento druida y el cristiano, adquieren un especial estado de encantamiento en torno a un enclave tan singular como es el de Santa María de Lebeña, donde el propio solar reclama el misterio que habita en la misma ejemplaridad de su Iglesia. Obra recogida y de muy evocadora belleza con esa marcada dominante mozárabe que, entre otras cosas, la acaba y la hace única, alzada junto a su torre, otrora dedicada a la protección de la ciudadanía. Iglesia, singular por cuanto tiene de juego escenográfico la iluminación de su interior en contrapunto con la severidad de su exterior. Envuelta en el paraje natural y agreste de ese enclave en donde el pueblo druida celebraba sus ritos alrededor del tejo como árbol de naturaleza y raíz sagrada, pero también, ante los ataques romanos, salvador y defensivo para las madres cántabras. Pues bien, desde el siglo IX, se desarrolla entre estos dos árboles de sentimientos muy diferentes, una vecindad absolutamente armoniosa. Realidad, de algún modo, cotejable también en la propia cuna del olivar, Jaén, en cuyas sierras de Cazorla se conserva el tejo mas añoso de España, posible engarce con una manera de diáspora que tiene que ver con el Renacimiento. Esto es, cuanto el desarrollo del olivar, Guadalquivir arriba, no podía intuir si quiera su posición actual.

<i>MIXTA (30X19). Olivo y Torre. / Miguel Viribay</i>
MIXTA (30X19). Olivo y Torre. / Miguel Viribay

Próximo al Naranjo de Bulnes, a poca distancia del Monasterio de Santo Toribio de Liébana, se alza desde el año 925, una de las iglesias más antiguas de Cantabria: Santa María de Lebeña, en torno a la cual se dieron cita hechos anexos a este recuerdo de lugares y culturas entroncadas con el olivo. Se trata de un amor compartido en el espacio singularizado por dos árboles, tan significativos como son el tejo y el olivo; con el roble, los árboles más enigmáticos y solemnes en el solar hispano, en cuyo territorio se dan cita ambos ejemplares. Los dos, milenarios y curativos en cuanto a celebraciones y acercamientos tan distantes como son los de sensibilidades tales como la celta y la mediterránea. Construida a partir del año 924 por los condes de Lebeña, don Alfonso y doña Justa, para dar reposo a los restos de Santo Toribio de Liébana, en el mismo lugar elegido por los druidas para reunirse y rezar a sus dioses alrededor del sagrado tejo, habita desde antiguo esta leyenda entorno a dos ejemplares arbóreos envueltos por misterios de lugar y tiempo. Por lo que hace a uno de ellos, el tejo, hoy partido por un rayo, sigue esperando en el mismo lugar la posible regeneración de aquellas ramitas que venturosamente quedaron menos dañadas por la acción del rayo. El otro, el olivo, árbol de la paz, continua junto a la torre exenta. No obstante, debido a la falta de ortodoxia en su poda, la mítica planta alcanza hoy una estatura desmedida que la singulariza en su especie.

Sí, don Alfonso se había casado con doña Justa, noble del sur de la Península, que se sentía sola y alejada del sol y de su luminosas tierras, de tal suerte que, como muestra de amor, el conde, a modo de sustantivo del Sur, mandó plantar un olivo junto al tejo, árbol, ciertamente, muy enraizado en aquel lugar norteño. Durante 1091 años, ambos árboles han estado juntos, como abrazo entre las tierras del Norte y las del Sur. Más, engarzando con tradiciones y leyendas de aquel tiempo, como los amores auténticos nunca mueren, en un invernadero privado de Colunga, Asturias, casi a modo de milagro, están tratando de salvar uno de los restos calcinados del tejo que, de ser positivo su desarrollo, pronto, esperémoslo, volverá junto al olivo en beneficio de dar continuidad a la milenaria y balsámica tradición de tender puentes entre personas de diferentes latitudes y credos, pero también de correr aquellos linderos invisibles que puedan evitar el abrazo fluido entre semejan.

Jaén