Agarrarse a la orla del manto

14 feb 2024 / 16:00 H.
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TRIBUNA

Me interesa el detalle de la fotografía. Busco y aprecio en el mismo el gesto anónimo de las multitudes. Es muy grande la riqueza fotográfica de nuestra Semana Santa. En esta sociedad del espectáculo vale más, para mí, lo que no resalta el zoom de nuestras bellas y primaverales “madrugadas moradas”. La gente se echa a las calles, la bulla precede el trasiego de los costales, la música resuena en cada rincón, la cera se derrite en los cirios, las túnicas que, aunque iguales parecen, ninguna lo es, porque cada una lleva el sello de la carne y las lágrimas únicas de cada persona, y el oropel, sencillo o barroco, fruto todo él de la emoción y la devoción heredada como se hereda un tesoro. Entre el gentío, siempre, en la acera de cada esquina, plaza, iglesia o balconada, hay alguien que, apurado, con el rostro de un niño, aunque peine canas, busca el rostro del Misterio. Lo hace a empujones, quizá, pero siempre en silencio. Solo quiere ver el rostro para pedirle, de la misma forma, en silencio, que cure su corazón desgarrado por cualquier dolor. El suyo, porque el dolor es personal siempre. Y es que Dios solo se hinca de rodillas ante el dolor del ser humano. Ese rostro solo acierta a ver cómo se ilumina el Misterio en su corazón. Solo se conforma con tocar la borla del manto, porque así es como si tocara el manto entero. Es una escena muy común que se repite en las calles y plazas de nuestros pueblos del sur. Son muchos, más de los que se cree, que se conforman, como pobres que son, con esa mirada silenciosa. Ese vistazo que es para ellos como tocar del Misterio. Con miradas que son un grito agarrándose a la orla del manto. Como aquella mujer del evangelio, que padecía una enfermedad de la que nadie le daba explicaciones, que la iba desangrando lentamente y en la que va perdiendo la sangre y su vida entera. La hemorroisa vive desde su pobreza una fe suplicante. Una fe confiada y robusta que no la tuerce ni esa dura enfermedad. Y Jesús nota que alguien, lo ha tocado, que de él ha salido una fuerza. Es la mujer que vive con el dolor y que no quiere vivir desde ese sufrimiento. Y queda curada, saneada y salvada, solo con tocarle la orla de su manto, porque el manto es muy importante para ello. Veamos por qué.

“Y es que Dios solo se hinca de rodillas ante el dolor del ser humano. Ese rostro solo acierta a ver cómo se ilumina el Misterio en su corazón”

El Señor Jesús vistió de acuerdo con la costumbre de su tiempo. Recién nacido, fue envuelto en pañales. Llevaba un manto a modo de capa que le cubría externamente y una túnica, sin costuras, debajo del manto y pegada al cuerpo. En el sepulcro le enterraron con los lienzos y el sudario. La única vez que apareció con ropas ajenas fue vestido con la clámide o con el manto rojo propio de emperadores y soldados, para mofa pública. El manto del Señor Jesús le acompañó hasta poco antes de su muerte. Mientras lo llevó, significó la dignidad de su persona, epifanía de Dios y salvación de los enfermos, según el significado de la tradición mesopotámica y veterotestamentaria. Cuando se lo quitó, fue para abajarse a trabajar en el servicio humilde de lavar los pies a los discípulos, y, sin manto, acudió a su muerte. Acudió sin la luz ni la fuerza del manto que había salvado a todos esos enfermos. Si el manto en cuanto tal acreditaba la realidad de la presencia divina, encantadora por radiante y estremecedora por irresistible, la parte del borde o la franja, que era la menos consistente de toda la hechura, fue la más entrañablemente humana y a la medida de los hombres. Los hilos sueltos de los extremos del manto que se recogían en los flecos constituían un apreciado adorno del vestido externo, pues a esos hilos sueltos, casi migajas del propio vestido, se apegaron esas personas que padecían una enfermedad. Como si hubiera existido una sintonía entre el deshilvanado de la ropa y los deshilachados del mundo, y estuvieran a la misma altura los flecos del vestido que tocaba la tierra y los postrados sobre ella.

“Podemos empezar a mirar por todos esos pequeños detalles del rostro anónimo de nuestras gentes, ya sea en las calles, en las iglesias o al paso del Misterio, aprender de esos gestos, y rezar con ellos”

Me parece que una de las tareas que tienen hoy las diferentes Hermandades y Cofradías es la de, con gestos sencillos, aunque no menos contundentes, acercar a nuestras gentes cada vez más al Señor sin impedirles tocar la orla del manto, pues en dicha tarea se les va la vida. Podemos empezar a mirar por todos esos pequeños detalles del rostro anónimo de nuestras gentes, ya sea en las calles, en las iglesias o al paso del Misterio, aprender de esos gestos, y rezar con ellos.

Jaén