Y lo desvistieron

16 feb 2020 / 16:47 H.

Cuando llueve sobre Jaén, el agua arrastra los recuerdos como escamas de un saurio, unas caídas, otras olvidadas, todas, piel de lagarto. El secreto de no morirse no existe, y eso lo sabe muy bien el reptil en su fría guarida de recuerdos, añorando los tiempos de la dureza de matar mintiendo suavemente. Tarde o temprano llega el momento en donde la lluvia arrastra las escamas, pero algunas son difíciles de ahogar mientras existan las palabras:

La luz era escasa en el antiguo ambigú. El día no acompañaba, una mañana plomiza del mes de marzo. Las sombras caían en la luz, girando al día con melancolía y regalando un lejano movimiento de tristeza. El moribundo, ya desahuciado desde hacía tres años, desde el 72, esperaba casi cadáver su inhumación, que sería, paradójicamente, desescombrada. En el patio de butacas y la platea no era mayor la luz, más bien al contrario, escasa. La suficiente para que unos operarios con guardapolvos grises estuvieran procediendo a descolgar la hermosa lámpara, araña de cristal, que desde la bóveda permanecía aún colgada, añorando los tiempos en que iluminaba la sala con su luz brillante, a la espera de que se levantara el telón, aquél con una copia del cuadro de Gisbert “Don Quijote en la casa de los Duques”.

En el escenario estaba el lienzo que habían venido a recoger. Triste final para una pintura que estuvo 70 años mal contados sobre la cabeza de todos los jaeneros que habían vivido bajo sus colores el teatro, la ópera, la zarzuela, la poesía, la música y la palabra. Siempre la palabra.

Idóneo Cervantes, el nombre del local, ejemplar Cervantes, en sus pinceladas. El malogrado Enrique Vivó quiso rendirle recuerdo retratando en sus trazos al genio recibiendo justo homenaje de las musas. Agasajo para el que mejor ha sabido usar la lengua con la cual aún respondemos. Quiso el pueblo de Jaén darle más, bautizando con su nombre un teatro desde 1907, el único de la ciudad en ese tiempo, sobre los terrenos de la antigua Alhóndiga. Fue adorno excepcional en su bóveda aquella obra del pintor malagueño: Cervantes en el Olimpo de las Musas, flanqueado el bueno de Don Miguel por las musas con guirnaldas y chirimías; alas de rapaz y el escudo de Jaén; y por Hermes alzando su caduceo, su padrino, heraldo de los dioses, valedor de la elocuencia y del uso de la palabra. Siempre la palabra.

Ahora, sólo quedaba el lienzo que habían venido a recoger. Quedaba como se doblan las sábanas que ya no van a cubrir su cama, como se dona la ropa que ya no va a usar más, como se guarda en un armario las prendas que ya no se volverá a poner, porque ya murió. Ese “Cervantes” murió y rápido se aprestaron a desvestirlo con manos córvidas aún manchadas de su sangre, porque asesinado fue ante el silencio de todos. Ese silencio que resonó en su fachada curvilínea, según el gusto arquitectónico de su padre Manuel Rivera, en sus decoraciones modernistas en ventanas, arcos, molduras y cornisas, según gusto de la época, pero sobre todo en su bóveda, visible desde muchos puntos de la ciudad...

Al cerrarse la puerta de la sala, el mudo testigo que era aquel cuadro, ya no lo fue más. Se lo llevaban a las paredes de un cine moderno, hoy también cerrado, donde aún vegeta en la oscuridad y el moho. Los hombres salieron con él a cuestas para no oírlas, porque justo en ese momento con el escenario vacío y las butacas brillando en un débil fulgor, un rumor comenzó desde la profundidad de la caverna del pasado, para alzarse sonoro como un viento tempestuoso y llenar con los decibelios de un huracán aquella cúpula inmortal resonando por última vez. Dicen los que desde fueran estaban, cargando camiones de mudanza, que era como si cientos de voces se hubieran puesto a hablar al unísono, al principio en voz baja para, en crescendo, terminar en un horroroso estallido agudo que obligó a todos a taparse los oídos. Duró escasos segundos. Los que duró la firma de los documentos por los que se había autorizado su demolición. Se especuló que pudo ser un breve acople de los equipos de sonido, aunque estaban sin corriente eléctrica, se dijo que fue un crujir de la techumbre, pero no consta movimiento sísmico, se pensó que fue el aire, aunque casi no soplaba viento. Pero hay quien sí señaló que fueron voces, las de Tony Leblanc, Lolita Sevilla, Luis Aguilé, Dúo Dinámico, Mary Santpere y Rocío Jurado... las del Tenorio, Ofelia, Hamlet, Segismundo, Tartufo, Julieta y Celestina... las de Mimí, Nemorino, Don Hilarión y Katiuska... las de Alfredo Cazabán, Almendros Aguilar y Montero Moya... las de Federico de Mendizábal y Emilio Cebrián, esas, eran las de Jaén, Bella Ciudad de Luz...

Aquel teatro de nombre Cervantes y corazón jaenero fue un cofre de cristal de voces, relicario de notas que, cual caja de Pandora, repartió por el cielo de Jaén y el mundo entero cuando abrieron su bóveda. Y Jaén se quedó sin palabras. Siempre las palabras.